Aquí no existe más idea patriótica que el defenderse de la brutal y desproporcionada agresión armamentística que está empleando Putin contra Ucrania.
Ucrania nos abre el recuerdo del abismo en que cayó Europa el siglo pasado con los dos dictadores más sanguinarios que ha dado la historia de la humanidad: Hitler y Stalin. Estamos asistiendo en directo a la devastación casi completa de ciudades y al éxodo de millones de ciudadanos traspasando fronteras, quizá, para siempre. Vladimir Putin ha incendiado el espacio de Ucrania, millares de niños tendrán que vivir para siempre sin padres y sin el hogar arrebatado. El país, en un abrir y cerrar de ojos, se está convirtiendo en un cementerio de cadáveres y en un lodazal de sangre junto a los escombros. Cuando anochece, las sirenas del terror se abren paso entre el pánico y los sobresaltos, porque un poderoso ejército de bombarderos masacra hasta el teatro donde se cobijan ancianos y niños. Sin embargo, la vida sigue…, se va abriendo camino bajo el cemento de la superficie entre refugios subterráneos o en los pasillos del metro. Al amanecer, a la salida de los búnkeres, un silencio interminable de espanto descubre como la noche ha evaporado el paisaje de sus ciudades y las miradas quedan atrapadas en el recuerdo de lo que fueron sueños encendidos, pero la barbarie ha dejado en nada.
A pesar de todo, el país eslavo resiste. El peso de la conciencia identitaria de la ciudanía, guiada por el presidente Zelenski, nos muestra la rebeldía común de los ucranianos para defender su tierra ante el salvajismo de la lluvia de misiles, provenientes del lado de los que quieren someter sus vidas. Es la última gran epopeya de la humanidad.
Antes bien, es una tentación frecuente comparar las heroicidades del pueblo ucraniano con las grandes gestas de la humanidad: la Ilíada, la Odisea o, tal vez, la defensa de Numancia o, quizá, a las epopeyas nacionales de Los nibelungos en Alemania, de La canción de Roldán en Francia o de El cantar de mío Cid en España; sin embargo, ni Aquiles, ni Ulises, ni Viriato, ni Sigfrido, ni Roldán, ni Rodrigo Díaz de Vivar nos permiten tener una copia exacta de la realidad de aquellos lejanos acontecimientos como hoy tiene el mundo entero del pueblo que defiende su presidente Zelenski, que ya forma parte de nuestra historia occidental, de nuestros héroes, pues no hace sino recordarnos diariamente nuestros propios principios y, entre todos, el más importante: la libertad.
Aquí no existe más idea patriótica que el defenderse de la brutal y desproporcionada agresión armamentística que está empleando Putin contra Ucrania; aquí no hay elementos fantásticos, maravillosos o de fuerzas sobrenaturales que tanto abundan en los héroes de las epopeyas anteriores, como tampoco hay dramatización de situaciones tan frecuentes en los héroes germanos; baste con observar las imágenes en directo de los continuos bombardeos, que se está infligiendo a la población civil ucraniana, para sacar conclusiones sobre la descarnada realidad de esta gesta que están protagonizando los ucranianos, defendiéndose mientras se desangran.
Zelenski es, por tanto, la encarnación más fiel del espíritu ucraniano, puesto que en él se reflejan todas las cualidades del pueblo que lo ha hecho héroe, no solo ante los suyos, sino ante toda la comunidad internacional y especialmente ante Occidente que, por cierto, ha estado demasiado distraído en su confortable existencia y ha cerrado los ojos ante el espanto de un personaje tan abominable como es Vladimir Putin que, en sus ansias expansivas, ha dejado al pie de los caballos a toda la diplomacia mundial por el temor a sus amenazas de activar «el botón nuclear».
Dicho esto, aquí no hay más cera que la que arde y, por tanto, parece pertinente -más que nunca – entender qué pasa por la cabeza de este personaje que no deja ser sino, la representación más fiel del pensamiento del pueblo ruso o de su ideología paneslavista. El paneslavismo, como debería saberse, es una doctrina que surge a mediados del S. XIX como autoafirmación de los pueblos eslavos frente al poder austrohúngaro del oeste y la amenaza turca del sur. Rusia debería ser el alma consciente que uniera a los pueblos eslavos para rejuvenecer a Europa y liberarla de sus debilidades y vicios. Recordemos que ya Dostoyevski le dio a este movimiento una dimensión ética y casi mística.
En un artículo de Política Exterior de 16 de marzo de 2022, firmado por Luis Esteban G Manrique dice entre otras muchas cosas: «desde los primeros años en el Kremlin, Putin adornó sus salones con bustos y cuadros de los zares que admiraba: Catalina la Grande y Alejandro II». Igualmente, «procedió a rescatar al filósofo Iván Ilyin (1883-1954)» que, según algunos, es el loco ideológico de Putin y, para otros, el ideólogo del fascismo cristiano. El dirigente ruso no deja de ser, sino un fiel heredero del paneslavismo del S. XIX, que defendía la unidad espiritual de los pueblos eslavos. Vistas así las cosas, nadie podrá pensar que Putin esté loco, pues si fuera así, habría que pensar que la inmensa población del pueblo ruso está loca. Lo peor es que Occidente no se haya percatado de esta circunstancia a su debido tiempo.
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