Muchas veces te llevas en Granada gratas sorpresas. Es lo que sucede, por ejemplo, cuando asistes a un concierto y el lugar acompaña plenamente a la música en proporcionar placer a los sentidos. Qué duda cabe que espacios como el palacio de Carlos V o el teatro al aire libre del Generalife están entre ellos, al igual que un sinfín de iglesias, empezando por la catedral, en las que es posible hallar el mejor marco para el mejor sonido. Incluso el auditorio Manuel de Falla ofrece unas sensaciones a la vista que complementan perfectamente a las de los oídos. En el interior se funde su excelente acústica con la vistosidad de sus grandes faroles granadinos; y cuando termina el concierto y sales encantado, encuentras a tus pies una panorámica excepcional de la ciudad, lo que no es posible en casi ningún rincón del mundo.
En otros casos, sin embargo, disfrutas mucho más del espectáculo que te ofrece el escenario que de la música en sí. Fue exactamente lo que nos pasó en un concierto de órgano en la iglesia de San Justo y Pastor, en el que lo que oímos no estuvo a la altura de lo que vimos. Porque aquel día, que era uno de los de septiembre del 2019, el hechizo provino, sobre todo, del altar mayor. Habíamos entrado muchas veces a este templo, pero nunca para darnos cuenta de que su retablo no siempre es el mismo. O mejor dicho, sí lo es, aunque con distinta iconografía, con distintas imágenes y, por lo tanto, en unas ocasiones lo ves de una manera y en otras de manera muy diferente.
Me explico: esa tarde escuchábamos el órgano y, tengo que reconocerlo, me estaba aburriendo soberanamente. Empezaba a bostezar cuando una cosa llamó con fuerza mi atención: el gran retablo que teníamos delante comenzaba a moverse “sin avisar”. No en su totalidad, sino solo sus diversos elementos: los cuatro relicarios de las calles laterales con sus bustos parecían esconderse tras unas “pantallas” que iban surgiendo de unas ranuras invisibles, mientras que el gran Crucificado esculpido en el piso superior iniciaba un pausado giro sobre un eje central, como si fuera una puerta secreta, para perderse tras ella. Y algo cambiaba asimismo en el piso inferior, en el templete cilíndrico, que rotaba al igual que lo hacía el Crucificado, ocultando las figuras religiosas que hasta ese momento se exhibían. Así lo fui viendo en esos segundos de asombro. Hasta que recordé lo aprendido hacía muchos años sobre el Barroco: que es un estilo en el que los milagros y el éxtasis se muestran mediante trucos y recursos procedentes del teatro.
Cuando todo terminó el retablo era otro. Ahora en el baldaquino central destacaba la figura esculpida de una Virgen Inmaculada que parecía flotar o elevarse por sí misma, mientras que las calles laterales del mismo se llenaban de tenebristas pinturas —las supuestas “pantallas”— que contrastaban armoniosamente con el dorado de las columnas salomónicas, del entablamento y de los frontones partidos.
Durante unos minutos, ya más relajado y ajeno a la aburrida partitura que todos los demás escuchaban —o parecían escuchar—, me dediqué a observarlo. Y así me gustaba mucho más. De lejos, como estábamos, era difícil apreciar la iconografía de cada pieza. Solo el lienzo superior, el que había sustituido al Crucificado, permitía adivinar, por su mayor tamaño y por la presencia clara de un caballo en corveta, que se trataba de la Conversión de San Pablo, aquella que aconteció en el camino de Damasco. Y eso me autorizaba a pensar que los restantes estarían, quizás, dedicados al mismo apóstol. Al fin y al cabo, la iglesia había formado parte del colegio San Pablo, de la Compañía de Jesús.
Pero estaba en esas cavilaciones cuando la danza comenzó de nuevo. Ahora las pinturas empezaban a esconderse lentamente, casi con disimulo, unas hacia el lateral, otras hacia abajo, y poco a poco asomaban los relicarios y bustos del principio. También el templete con la Inmaculada y la escena de la Conversión volvían a girar al mismo ritmo para que aparecieran en escena por segunda vez las imágenes iniciales y el Crucificado. En un minuto o poco más, todo regresaba a su estado original. Y nosotros habíamos contemplado dos veces esa inesperada transmutación, sin duda lo más emocionante del anodino concierto.
Luego, en casa, me dediqué a informarme. Resulta que el retablo es una obra del siglo XVII, figurando como autor de su arquitectura el hermano Francisco Díaz de Ribero. No obstante, mucho más conocidos son Pedro Atanasio Bocanegra, autor de los cuadros, y José de Mora, que esculpió la Inmaculada coronada del baldaquino. Ambos fueron discípulos de Alonso Cano y muy destacados artistas del Barroco granadino.
En cuanto a lo que había producido mi admiración, hay que decir que el retablo contó desde el primer momento con esos medios manuales de escamoteo, lo que permitía adaptar la iconografía a las diversas liturgias o festividades del año. El movimiento giratorio del templete y del Crucificado de la calle central seguían estando en funcionamiento, pero no así el sistema móvil de los lienzos laterales. En el 2007 un interesante programa cultural de la Junta de Andalucía, llamado “Andalucía Barroca”, permitió intervenir profundamente en el conjunto para recuperar su movilidad completa gracias a unas guías que facilitan el desplazamiento de unos carros en miniatura a los que se han fijado las telas de Bocanegra. El nutrido equipo de arquitectos, restauradores y demás especialistas del proyecto logró que la magia del Barroco volviera al templo de los santos Justo y Pastor.
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Profesor de Historia en el IES Padre Manjón
y autor del libro ‘Un maestro en la República’ (Ed. Almizate)