Estamos viviendo una revolución amable, moral, potente y sonriente, basada en la fe en Dios y en algo tan maravilloso, como apreciarnos los unos a los otros.
Desde la época neolítica hasta la actualidad, han sido muchas las revoluciones habidas, con más o menos éxito, pero no siempre, han estado protagonizadas por la guerra o la violencia, como generalmente se cree. No obstante, el pensamiento común, sigue manteniendo que no hay revolución sin guerra. Sin embargo, en la actualidad, estamos sufriendo todo lo contrario: una guerra sin revolución, sin razón, sin justificación, ni pretexto alguno, como es la de Ucrania. Consecuentemente, hemos de entender, que no todas las revoluciones son iguales, ni cualitativa, ni cuantitativamente. Han sido mayoritarias las revoluciones violentas, pero también las ha habido pacíficas, políticas, tecnológicas, sociales, morales, etc. Pero, si parece que algo de común existe en todas ellas. Se producen prioritariamente por abusos de poder, por la tiranía de un individuo, por situaciones injustas, por implantación de unas ideas, contrarias a los sentimientos de la ciudadanía, como ocurre hoy, etc.
El pasado Domingo de Ramos, por la tarde, mi mujer, mi hijo Carlos y yo, salimos dispuestos a acompañar y ver la procesión de la Borriquilla; nada complicado. Pero, en los días de fiesta, las prisas se detienen y el tiempo también; cuando llegamos al Arco de Elvira, los pasos de Jesús subido en la Borriquilla y de la Virgen, ya habían desaparecido, ya habían pasado y se encontraban lejos de allí. Sin dudarlo, emprendimos camino por Gran Vía adelante, en busca de nuestro objetivo; pero, andada la calle, pudimos comprobar que ya estaría cerca de la Tribuna. Decidimos dirigirnos allí, por la calle Oficios, creyéndola despejada, pero, ocurrió todo lo contrario. Cuando llegamos a Puerta Real, nos tuvimos que quedar parados, atrapados, encerrados entre una muchedumbre humana, que impedía el paso a cualquier otro sitio. Pero, eso sí, todos con una alegría desbordante, con un entusiasmo expectante, con una espontaneidad y una naturalidad loables y elogiables. Silencio, se rueda, se oye la música, resuena el sonido de tambores y trompetas, se divisa el trono de la Borriquilla, que, procedente de Ganivet, se acerca lentamente hacia nosotros, colocados muy cerca; nada menos, que en la fila quince o veinte, ya casi recostados en las paredes del antiguo café Suizo.
Se aproxima el paso, en breves momentos, tenemos frente a nosotros, la imagen de Jesús en la borriquilla. De pronto, irrumpen los aplausos, los gritos, las palmas, la emoción, las lágrimas, la felicidad, etc. La música de la banda, tocando como la mejor de las orquestas, nos deja sin palabras y eleva nuestro espíritu hacia el cielo. Las campanas de San Antón repican intensamente, como símbolo de alegría, casi la misma que pudo haber, cuando Jesús entró en Jerusalén, entre palmas y olivos. También el plano espacial contribuía a ello, realzando el sublime momento: Puerta Real, altamente animada, Sierra Nevada, satisfactoriamente contemplada y expectante al paso de el Señor, el hotel Victoria, victorioso y vistoso, adornado con colgaduras en color burdeos y con bordados dorados. La fachada esquinada de la iglesia de San Antón, entre renacentista y barroca, aumentaban y prolongaban la belleza del lugar, con las puertas abiertas, por si la Virgen quería pasar; finalmente, el edificio del Aliatar, cerraba una espléndida secuencia estética, granadina y total. Trascurrido todo ello, cuando y ya los dos pasos habían entrado en la calle Alhóndiga, todos nuestros deseos quedaron sobradamente colmados, y, así, esperamos alegres y jubilosos, hasta poder salir del lugar, dónde estábamos sitiados.
Miles de escenas y millones de emociones, como estas y mucho mayores, ha habido en nuestra ciudad, en Andalucía y en toda España, durante la admirada, deseada y pasada Semana Santa. Granada ha estado repleta, pletórica y rebosante de fe, de fiesta, de gente y de alegría. Esto ha sido otra cosa, otro modo de relación, de convivencia, de integración, urbana y en espacios muy pequeños, entre gentes diferentes y personas muy diversas, pero todas actuando de forma franca y fraternal. Nos hemos desprendido de celos, de envidias, de enfrentamientos y, especialmente, del dañino sectarismo político, causante de discordias absurdas e innecesarias, incluso entre hermanos, amigos o vecinos. A cambio, hemos recurado respeto, comunicación, comprensión, diálogo, solidaridad, etc. Dicho en términos sociológicos, hemos vivido, estamos viviendo una revolución amable, moral, potente y sonriente, basada en la fe en Dios y en algo tan maravilloso, como apreciarnos los unos a los otros. ¿Existe ideal más grande?
Estamos hablando de la Revolución Cofrade, porque principalmente han sido ellos, los cofrades y las cofradías, los que – no sabemos si consciente o inconscientemente – han promovido y siguen promoviendo, junto con párrocos, sacerdotes, obispos, arzobispos, órdenes religiosas, grupos cristianos, etc. un cambio considerable en la recuperación de la fe, de las prácticas y de las tradiciones religiosas, casi perdidas hace unos años. En este mundo desanimado, en estos tiempos desorientados, ellos nos están enseñando la salida, el camino: al laicismo, contraponen fe en Dios, al materialismo, espiritualidad, al nihilismo, ilusión, a la corrupción honradez, a la enemistad, cordialidad y a la mentira, verdad; junto con un valor humano fundamental, como es la esperanza. Es decir, con el mensaje cristiano, que recoge, mejor que nadie, todos los Derechos Humanos y de los valores universales proclamados en el Evangelio. Además de todo ello, están fomentando otros valores esenciales y muy necesarios en la sociedad actual: la formación cultural, educativa y social que adquieren miles de niños, adolescentes, jóvenes y mayores, militantes en las cofradías o participantes en las bandas musicales, les producen unos elevados y valiosos beneficios, no económicos, sino mucho mejores: afectivos, emocionales, espirituales, psicológicos y vitales.
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Catedrático y escritor