El día de la Virgen del Carmen es de los de fiesta marinera. En muchos pueblos costeros de nuestra geografía salen procesiones que trasladan a la Virgen en barca por el litoral, como he visto hacer en Torrenueva y sé que es tradición también en Motril y en La Caleta (de Salobreña). Sin embargo, mis recuerdos de este día me llevan con insistencia a un lugar del interior próximo a Granada: los Ogíjares. Allí mi madre, que se llamaba Maricarmen, tenía una casa con un pequeño jardín donde cada año reunía a sus hijos, nietos, hermanas, primos y sobrinos para celebrar su santo. En su calendario personal era la gran fecha del verano, equiparable, en el invierno, a la Nochebuena.
El “evento”, pese a que era solamente familiar, requería una larga preparación. No se trataba solo de elaborar lo que se iba a ofrecer de cena, puesto que poco se compraba ya hecho, sino que ese reducido jardín debía lucir lo más bonito posible, además de resultar fresco y placentero en la que solía ser una de las noches más calurosas del mes. El césped, donde iba la mesa con sus asientos alrededor, tenía que estar cortado recientemente y regado esa misma tarde, y las flores —un macizo de alegrías— debían ser abundantes, para asegurar el contraste de color frente al verde dominante en aquel espacio, limitado por un seto de diferentes arbustos y sombreado por dos únicos árboles —que eran un arce y una melia—, tan crecidos que sus ramas y hojas se cruzaban, se confundían y llegaban a parecer de un solo tronco.
La segunda tarea era la de la comida y la bebida. Cosas frías, como ensaladilla rusa, boquerones en vinagre, medianoches rellenas de jamón, queso o embutidos, tortillas de patatas,… solían componer el menú. No eran grandes platos, sino los de toda la vida. Y en cuanto a la bebida, aparte de las cervezas, fantas y coca-colas, nunca faltaban ni la sangría ni la limonada. De esto se encargaba mi hermano, que sabía “aliñar” como nadie la sangría en una gran orza de barro, así como, también, darle a la limonada el punto exacto. Incluso, para asegurar que siempre se mantuvieran bien frías, días antes se habían formado en el congelador, con distintos envases, grandes bloques de hielo que ahora se echaban a ambas según necesidad.
A partir de las nueve o nueve y media de la noche empezaban a llegar los invitados, aguantando todavía el calor. Y aunque nunca faltaban los hijos, los nietos y los sobrinos, que rejuvenecían el ambiente, se notaba, año a año, que todos iban siendo cada vez más ancianos. La última vez, en el 2016, mi madre tenía 81 años, faltaba su hermana mayor y otra de ellas y varios de sus primos superaban largamente esa edad. Hasta eran evidentes las dificultades que tenían para salvar los dos únicos escalones que había a la entrada del jardín. Pero qué felicidad recordarlos a todos allí sentados festejando el santo de mi madre. Aunque no tengo fotos, la imagen se mantiene encerrada en mi cabeza y llama para asomarse cada 16 de julio.
En torno a las doce de la noche empezábamos a quedarnos solos con ella los hijos y los nietos, pero la fiesta no había terminado. Ahora era más íntima y silenciosa. Y la temperatura, a esa hora, llegaba a ser ideal. Podíamos seguir allí, charlando y tomando algún helado de Los Italianos —insustituible en mi familia—, hasta la una o las dos de la mañana. Era el momento en el que yo me descalzaba y ponía los pies desnudos directamente en el césped, bajando con ello aún más mi temperatura y subiendo, en proporción inversa, mi placer. Solo el sueño marcaba el fin de aquella celebración a cielo descubierto; habitualmente el de mi propia madre, que empezaba a dar señales compulsivas, con los ojos y la cabeza, de que necesitaba con urgencia irse a dormir.
Desde entonces, el verano tiene otras noches muy especiales, que comparto con mi mujer, mis hijos y el resto de mi familia. Pero siempre son diferentes a aquellas de la Virgen del Carmen en la casa de los Ogíjares.
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Profesor de Historia en el IES Padre Manjón
y autor del libro ‘Un maestro en la República’ (Ed. Almizate)