Recuerdo de siempre haber oído que una de las ventajas del verano en Granada era que por las noches refrescaba. Al parecer, de Sierra Nevada bajaba, no solo el Genil, sino una brisilla que hacía apacibles las salidas al atardecer y, luego, el dormir en tu cama de siempre. Pero si digo “bajaba” no me refiero a nuestro río, que sigue bajando, sino a la brisilla, de la que, por mi experiencia este mes de julio que termina, ya nos queda solo la nostalgia.
Y es que, por motivos que no vienen al caso, he pasado en Granada los vente primeros días del mes y, como saben todos los que me han acompañado en la ciudad, lo del fresquito nocturno, en general, empieza a ser un cuento chino. No obstante, como “no hay mal que por bien no venga”, guardo de estas semanas de junio y julio una serie de fotografías tomadas con el móvil que son el recuerdo de mis paseos por la ciudad, a la caída del sol, en una búsqueda desesperada.
Las primeras son de una corta ruta urbana plagada de refrescantes fuentes. Desde la de las Batallas, en la Acera del Casino, en torno a la cual los bancos están siempre ocupados de gente que agradece el agua pulverizada por la brisa —si la hay—, hasta las que se encuentran en los Jardines del Salón y en el Paseo de la Bomba, que junto con el Genil y la frondosidad disminuyen levemente la temperatura de esta zona.
Una de las últimas noches del pasado mes estuvimos por otro de los ríos de Granada, el Darro. Subimos por la Carrera hasta el Paseo de los Tristes y el camino que lleva a la fuente del Avellano. Yo recordaba cómo antiguamente, según decían mis padres, era un garbeo muy habitual de los granadinos en las tórridas tardes de verano. Sin embargo ese día, nada más pasar el carmen de los Chapiteles, desistimos de nuestro propósito de llegar hasta la famosa —y ganivetiana— fuente. Era tal la asfixia, incrementada sin duda por nuestro esfuerzo en el ascenso, que decidimos dar media vuelta y acercarnos al río por si de su escaso caudal nos llegaba algo que mitigara nuestro sofoco. Y probablemente por alargar un poco la salida y seguir disfrutando de la belleza del lugar, anduvimos por delante del edificio del Rey Chico, en la orilla izquierda, desde donde tomé una de las imágenes que aquí muestro.
Una tercera, en no se ya qué ola de calor de las que llevamos este año, nos fuimos al cine. Pero a uno muy especial, porque se trataba de una auténtica terraza de verano, con su ambigú y todo, en lo que se conoce como el museo (etnográfico) Cuevas del Sacromonte. Está en el barranco de los Negros, al que se llega por la cuesta del Chapiz, el camino del Sacromonte y la vereda de Enmedio. La película, totalmente prescindible. Pero valía la pena la subida hasta allí solo por ir a los servicios, en los minutos de corte de la cinta, y alucinar con la vista espléndida que hay de la Alhambra, el Generalife y el propio Sacromonte desde ellos. Nunca antes había visitado un excusado tan estratégico turísticamente ya que, por lo habitual, suelen estar más bien en sótanos y en esquinas poco atractivas y malolientes. Desde luego, no es este el caso. Aquí, al alivio de vaciar la vejiga, se añade el placer de disfrutar, al natural, de una preciosa postal nocturna.
He de admitir, sin embargo, que al término de la proyección, pasada la medianoche, nos quedaba un largo camino para arribar a casa. Y experimentamos un efecto parecido al de unos vasos comunicantes, puesto que cuanto más bajábamos nosotros más subía la temperatura, que seguía siendo insoportable pese a la hora tan tardía. No recuerdo ya si fue esa la noche en la que nos duchamos, por refrescarnos, antes de caer auténticamente derrotados en la cama.
El último paseo, en otro día agobiante, fue a la Alhambra, pensando que en ella el calor disminuiría. Subimos en autobús climatizado —por no llegar ya empapados— hasta la parada de las taquillas del monumento. Y desde ahí empezamos a caminar lentamente hacia la plaza de los Aljibes, al pie de las torres de la Alcazaba, tras atravesar las puertas de los Carros y del Vino. Nos sorprendió la poca gente que había pero, sobre todo, que tampoco allí corría el legendario fresquito nocturno de “Graná”. Y el banco de piedra que rodea dos de los laterales de la plaza mantenía la temperatura lograda en las muchas horas de sol, por lo que era impensable sentarse en él. Desilusionados, optamos por dejar solos a los gatos con su bochorno y llegar al parador de San Francisco a probar suerte con una cerveza bien fría. En esto sí atinamos. Contaba su terraza con un sistema de pulverización del agua que bajaba notablemente la temperatura, así que decidimos acompañar la birra de algo que sirviera de cena y prolongamos nuestra sentada frente al Generalife hasta casi las once y media de la noche —y porque cerraban—.
Desgraciadamente, en el regreso nos pasó lo mismo que el día del cine en el Sacromonte. Ni el bosque de la Alhambra ni los canalillos de agua de la bajada mitigaron el calor que sentíamos. Y al entrar en casa nuestro estado era igual de lamentable. Fue cuando nos convencimos de que el célebre fresquito de antaño de las noches granadinas había dejado de existir. Ahora estamos en los tiempos del ventilador y del aparato de aire acondicionado. ¡A ver quién nos libra del recibo de la luz!
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Profesor de Historia en el IES Padre Manjón
y autor del libro ‘Un maestro en la República’ (Ed. Almizate)