Sentimos la necesidad de proyectarnos fuera de nuestra rutinarias paredes para evadirnos de los acontecimientos tediosos, alejarnos del paisaje del asfalto, llenos de días, y percibir con deleite la despreocupación de la vida. Hay que descansar de lo soporífero que resulta respirar el aire viciado de las ciudades, buscar las apacibles soledades del campo y sus silencios o las orillas del mar o las montañas.
Sin embargo, si nos dirigimos al mar todo es una prolongación del ajetreo continuo, de la prisa, del minutero y del antojo, aunque de otra forma muy distinta. Todo es áspero bullicio, turismo sin ropa y ostentación del color de la piel. Necesitamos acopiar toda la paciencia del mundo para que encontrar – fuera del griterío confuso de la muchedumbre – la soledad, para encontrarnos a nosotros mismos o para encontrarnos con la naturaleza, porque, quizá, nos limitemos a repetir mecánicamente la mirada a donde fuéramos, sin ahondarla, como una huella óptica. Nada desgarra ni nada conmueve ante el nuevo paisaje; solo nos quedamos en una realidad estrecha y confortable, marcada siempre por el ruido, en donde nunca se apaga el estruendo y, consecuentemente, la palabra abatida se retira a su morada.
La vacua existencia en los comportamientos de los seres humanos en la actualidad, sin una vida interior propia e incapaces de sofocar el sentimiento absoluto de la técnica sobre cualquier otro aspecto humano, significa la degradación de espíritus o maneras de no vivir la vida nada más que en su remedo o apariencia. Ni siquiera nuestros cuerpos y almas son sentidos como propios. Por el contrario, sentados en la hamaca o en la toalla sobre la arena de la playa, bajo la sombrilla, con el cuerpo embadurnado de crema y la gorra sin musa, podemos sentirnos privilegiados por encontrarnos en el centro mismo de un observatorio psico-sociológico.
Los hombres y mujeres, en general, y la a civilización occidental, en particular, se ha apartado de ciertas raíces fundamentales de la condición humana: se ha alejado de la vida primigenia, de lo espontáneo y del contacto con las fuerzas naturales. Hemos separado la criatura humana de su propio interior y de sus condiciones naturales; el hombre y la mujer de hoy viven tan separados de sí mismos que solo se relacionan con la naturaleza a través del conocimiento, pero muy poco mediante la sensación que, como entendía Hördenlin, «aportaba un sentimiento de perfección a la propia naturaleza», como se puede comprobar en estos versos del poeta, de su poema titulado verano: (…) « así como el año permanece, así son las horas de verano / y, con frecuencia, las imágenes de la naturaleza /desaparecen para los hombres».
El materialismo ejerce demasiado peso sobre el pensamiento y el conocimiento. El mundo se muere asfixiado, no solo porque arden los bosques, sino porque la humanidad sigue retrocediendo en la mediocridad de sus relaciones armónicas con el universo, mientras que, por el contrario, la misma humanidad se mueve en el campo de la técnica y de la razón en alturas insospechadas, al concebir la vida como algo meramente orgánico y, por tanto, destruyendo todos los puentes entre el «Dios que late en nuestro corazón y el abismo».
El día que recuperemos la experiencia receptiva, con su capacidad de remover estratos profundos – a través de la memoria en nuestro espíritu -, los pensamientos estarán iluminados por nuestros sentimientos y aquellos generaran otras forma, de entender, de comprender y de interpretar el mundo y la vida del planeta, porque a la naturaleza le gusta ocultarse y hay que sorprenderla con otras formas muy distintas de mirar a las actuales.
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