Sevilla, como Madrid o Barcelona, era entonces una ciudad en plena transformación, pero los pueblos del Bajo Guadalquivir seguían siendo, a pesar del cambio, el coto privado de terratenientes y señoritos. Pueblos mínimos donde los jornaleros comenzaban a reclamar sus derechos en pintadas nocturnas y donde las chicas soñaban futuros imposibles lejos de sus padres y de los húmedos campos de arroz.
Como solía ocurrir en casi todas las instituciones de la época, la policía estaba formada por una generación veterana que había trabajado mano a mano con el viejo régimen, pero que aprendió pronto a manejarse dentro de la nueva estructura. Y por otra, minoritaria, de jóvenes rebeldes que ansiaban ser modernos, o al menos parecerlo. El terrorismo se hacía fuerte en todo el país y empezaba la larga temporada de la heroína y la delincuencia juvenil. «Había mucha prisa por recuperar el tiempo perdido y el sexo y la droga parecían un buen atajo» recuerda el periodista Enric González en «Memorias líquidas», un libro tan breve como imprescindible.
Hasta aquí la realidad. La ficción arranca esta vez con unas bellas imágenes aéreas del coto de Doñana. Paisajes inéditos que el director de cine Alberto Rodríguez (Sevilla, 1971) encontró en Internet hacía mucho tiempo y tenía guardados en su ordenador en una carpetita titulada «la isla mínima». Aunque parezca mentira, así suelen comenzar algunos grandes proyectos.
El autor de esas imágenes y del libro «Armonía fractal de Doñana” es el fotógrafo del CSIC Héctor Garrido (Huelva, 1969). Para él «la marisma es uno de los ecosistemas más vivos que existen porque es completamente cambiante y en concreto, las marismas del Guadalquivir en donde hay una lucha tremenda entre el hombre y la naturaleza, una lucha de idiomas entre el idioma fractal de la naturaleza, de esos canales arbolados que vemos desde el aire, contra el idioma euclidiano del hombre, de las tablas de arroz cuadradas, perfectamente alineadas y de formas geométricas».
Las fotografías originales de Garrido muestran esas potentes estructuras fractales, tan parecidas a un cerebro que hacen de la marisma la verdadera protagonista de esta historia. Imágenes científicas que, convenientemente animadas por ordenador, tienen una espectacularidad insuperable y funcionan perfectamente en el genérico del film y más tarde, en varias ocasiones para que el espectador recomponga la trama, se sitúe emocionalmente dentro de la película y pueda localizar espacialmente a los personajes.
Alberto Rodríguez acababa de descubrir también al fotógrafo Atín Aya (Sevilla, 1955-2007) y admiraba su magnífica serie documental “Marismas del Guadalquivir”, un trabajo de cinco años de exploración sobre las islas de la desembocadura del Guadalquivir, de sus gentes y sus paisajes. Retratos en blanco y negro de pastores y pescadores de la marisma. Paisajes cambiantes de un territorio inhóspito. Poblados desérticos, como los de Alfonso XIII o Queipo de Llano. Un hombre en bicicleta tirando de un burro. Un caballo muerto en la Isla Mínima.
Partiendo de las poderosas imágenes de Aya y Garrido y de la solvencia técnica del director de fotografía Alex Catalán, «La isla mínima» rinde un merecido homenaje al arte fotográfico. Fotografía y naturaleza van de la mano en todo su metraje. Y la fotografía funciona, además, dentro del guión como una herramienta imprescindible al servicio de la investigación policial de los 80 y como único testigo de una época muy oscura de nuestra historia.
«Más de un millón de espectadores y 17 candidaturas a los Goya pueden considerarse un reconocimiento al grupo de profesionales que han estado con Alberto Rodríguez desde sus primeros cortos» |
El cine es, en definitiva, un trabajo colectivo y en esta ocasión, más de un millón de espectadores y 17 candidaturas a los Goya pueden considerarse un reconocimiento al grupo de profesionales que han estado con Alberto Rodríguez desde sus primeros cortos: a los paisajes sonoros de Daniel de Zayas, la música de Julio de la Rosa, los guiones de Rafael Cobos, el montaje de José G. Moyano, la solvente producción de José Antonio Félez, Gervasio Iglesias y José Sánchez-Montes o el diseño de producción de Manuela Ocón, entre otros muchos. Como sucede en la marisma, los oficios del cine son como pequeñas islas, islas mínimas que unidas forman, casi siempre, un archipiélago de talentos.
El éxito de «La isla mínima» es, por tanto, un gran premio al trabajo en equipo y un respaldo para el cine andaluz coincidiendo con el “año máximo” del cine español. Y es, además, un galardón individual para Alberto Rodríguez. Un tipo normal, parco en palabras y generoso en imágenes. Un cineasta honesto y discreto, que mantiene su ego bajo control y que responde a los numerosos halagos repartiendo méritos entre su grupo de amigos. “Mi éxito es sobrevivir y poder hacer la película siguiente”.
Aunque sea cada vez más difícil distinguir entre realidad y ficción, el tiempo pasa y las cosas cambian. Basta sentarse un rato frente al espejo o revisar algunas fotos antiguas. También sirve pasar la tarde en una sala de cine y disfrutar de una película maravillosa para recordar el país ideal de nuestra infancia. A veces, el ritmo del cambio es impresionante.
JULIO GROSSO MESA
(Este artículo se ha publicado en la edición impresa del Diario IDEAL en sus ediciones de Granada, Costa, Almería y Jaén, correspondiente al jueves, 15/01/2015)
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