Ante todo, la sorpresa, porque jamás llegué a imaginarme que un día contemplaría el lugar que, en la Biblioteca de Alhama, durante mi niñez y adolescencia, veía reflejado de manera cotidiana en la revista EL CORREO DE LA UNESCO. Publicación que en los años sesenta era una gozada tenerla en tus manos, quizá por la riqueza lingüística y la temática que allí quedaba encapsulada y digamos que, mes a mes, se convirtió en compañera fiel hasta que las circunstancias me obligaron a salir de la tierra que me vio nacer para establecerme en Cataluña tras aprobar las oposiciones correspondientes y para viajar, aunque hasta ahora fuera sólo en las vacaciones estivales. La jubilación ha hecho que esas salidas se produzcan en cualquier momento y a destinos que parecen haber sido sembrados por la rosa de los vientos.
De aquellas imágenes de la infancia, en blanco y negro, pasé a la realidad en el interregno, más de medio siglo que aún hace más placentera la visita a pesar del tute al que nos sometieron y que comenzaba a tempranas horas de la madrugada cuando tenías que levantarte y ponerte en marcha para la salida, además la organización no tenía barcos y el CRUCERO POR EL NILO simplemente se esfumó: hicimos un agotador viaje terrestre [y aviso para navegantes, si alguien está pensando en viajar que no se deje atrapar por los barcos AMIRA, LIBERTY o PAPYRUS: no tenían condiciones de navegabilidad y mucho menos de salubridad en el otoño de 2022] que nos llevaría al Alto Egipto, concretamente a Abu Simbel.
La salida a las 2.30 de la mañana para cruzar el Nilo, se iniciaba el día en la isla Elefantina, la lancha cruzó el fabuloso río de la vida y el autobús ya estaba esperando al grupo que venía espoleado desde Luxor ante la falta de barco. Era la hora asignada por los militares para integrarse en el convoy.
Tras el conteo, la subida de un oficial que nos acompañaría todo el trayecto desde que el convoy se puso en movimiento en las cercanías del cementerio fatimí de Asuán y la Comisaría de Policía, increíble los controles y la vida nocturna de Asuán, aquí es como nuestro día ante las altas temperaturas diurnas, algo totalmente cotidiano en el desierto.
Llegaríamos al emplazamiento poco después de las 8 de la mañana y sobre las diez tocaba ir al vehículo para iniciar el regreso por medio de una carretera en el arenal que dentro de algunos años será una autopista de doble carril en ambos sentidos, algo que facilitará los viajes por estos desangelados confines, apenas a un centenar de kilómetros de las fronteras de Libia y Sudán antaño fueron territorios faraónico y que tantos quebraderos de cabeza provocan; digamos que el hombre está domesticándolos gracias a los planes hidrológicos que en aquellos años sesenta acometió Nasser [se había hecho con el poder en 1952] cuando realizó su faraónica obra que hoy permite a Egipto tener agua potable almacenada para poder vivir un siglo. Gracias a esa infraestructura, y al canal que cruza el desierto, se van viendo manchas veces en el horizonte que constituyen colonias agrícolas en desarrollo, las más cercanas a la carretera eran esencialmente cultivos de girasol, maíz, tomates y especies arbóreas como olivos o palmeras datileras.
Los templos, que la UNESCO salvó de quedar bajo las aguas, fueron cortados y vueltos a montar en colinas no inundables que ahora atraen a miles de turistas que llegan desde todo el orbe a contemplar los gigantescos faraones pétreo y se hace difícil fotografiar ante la gran afluencia de visitantes que se han dado el correspondiente madrugón y casi 400 kilómetros de carretera pero, realmente, es una estampa que merecía la pena admirar.
Recordemos que estos templos los había descubierto en 1813 el expedicionario suizo Jean Louis Burckhardt y estaban sepultados bajo la arena [las aguas del llamado Lago Nasser dejaron sepultados varios cientos más]. El primero, donde aparece RAMSÉS II sentado en cuatro gigantescas versiones, representa un país unificado, el segundo, que está roto, sufrió ese descalabro según las crónicas en el año 27 a. C. a causa de un terremoto que acabó afectando a estas gigantescas esculturas.
En los tronos encontramos los clásicos cartuchos con los nombres de Ramsés en el idioma del momento. Sobre la puerta de entrada la figura de Ra-Harajty de Heliópolis y en la repisa superior los monos que saludan al Sol Naciente. Su fachada tiene 33 metros de altura y Ramsés, con su corona del Alto y Bajo Egipto, realmente impresiona.
Una vez en el interior, si caminas a lo largo del pasillo central, llegamos al santuario en el que el faraón aparece sentado junto a Amón, Ptah y Ra-Harajty –la antesala está repleta de leyendas con Ramsés y Nefertari como protagonistas o presentando las ofrendas a Amón y Ra-. Dos veces al año el sol, a determinada hora, ilumina las estatuas. Ahora modernizados, esperar ese momento es una ilusión difícil de cumplir, ya que el invento de Edison ilumina ese espectacular espacio aunque, imaginamos, ello sucede cuando se celebra el Festival del Sol que se produce dos veces al año en febrero y octubre.
Conviene detenerse en la sala hipóstila donde los cuatro colosos lucen la corona del Alto Egipto [los meridionales] y los norteños llevan la doble corona del Alto y Bajo Egipto. Los muros muestran al deificado Ramsés presentando sus ofrendas, en uno de los relieves lo veremos en la célebre batalla de Qadesh [hacia el 1275 a.C.] donde derrota a los enemigos del momento y a los belicosos hititas.
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Maestro de Primaria, licenciado en Geografía
y estudios de doctorado en Historia de América.
Colaborador regular, desde los años 70, con publicaciones especializadas
del mundo de las comunicaciones y diferentes emisoras de radio internacionales.