El caballo ciego, de Kay Boyle, todo un alegato a la introspección y a la toma de decisiones.
Cuando el señor Candy Lombe adquiere un caballo de caza, Brigand, como regalo a su hija Nan, no se percata de que padece una ceguera irremediable. Este hecho desencadenará un fuerte enfrentamiento entre la madre, que apuesta por sacrificarlo, y los otros miembros de la familia que se toman como un reto el intentar salvarlo y aprovecharlo para otras labores. Estos pensamientos contrarios implican una actitud ante la vida que oscila entre la indolencia de lo pragmático y la noble esperanza.
Este hecho que puede pasar por trivial es el anclaje sobre el que pivota un triángulo de caracteres que no resultarán del todo tan discordantes. La señora Lombe ha heredado el negocio familiar del padre de criador de caballos. Es una mujer decidida que coarta a su hija en su deseo de formarse como futura pintora.
Superados los cuarenta años, la percepción primera que obtenemos de Candy de bebedor y hombre que no consulta sus decisiones con su mujer, se va tornando más afectiva conforme comparte secuencias retrospectivas de cuando, joven rebelde, quiso abrirse paso como pintor, y cuya vida acomodada –gracias al patrimonio de su esposa– no consigue hacerle feliz. Además de secuencias informativas que recogen instrucciones básicas de equitación, una de las muchas canciones que se intercalan en la narración refleja con humor el deterioro que ha padecido la vida del señor Candy: «Antes era joven y bien parecido, pero ahora su tripa lo ha vencido».
Su personalidad queda reforzada por la complicidad con su hija, quien ha pasado unos años en un internado de señoritas en Florencia y que ahora, en la primavera del tiempo presente de la narración y a sus diecisiete años, está decidida a tomar sus propias decisiones.
No se nos pueden quedar a trasmano aquellos otros pasajes que inciden en el pánico que el artista siente ante el lienzo en blanco, ante la obra por hacer, por lo que aporta de hondura psicológica al carácter de los personajes.
La novela va ganando en interés y en intensidad. Si bien se abre con un baño compartido entre madre e hija el final queda del todo abierto, como suele ocurrir en la obra narrativa de la escritora estadounidense, todo un guiño a la sugerencia y a la subjetividad del lector.
Las secuencias narrativas, a modo de planos cinematográficos, se van intercalando de manera intempestiva y discontinuas dotando de una singular fuerza a la narración. Con esta fragmentación del tiempo, Kay Boyle recurre a uno de sus principios estéticos: espantar la monotonía y la inmovilidad textual.
Sin duda alguna, el lector claudicará ante la omnisciencia autorial y el monólogo interior, que constituyen una puerta abierta a la intimidad psíquica de los tres personajes principales.
Gran acierto el de la editorial Muñeca infinita (con traducción de Magdalena Palmer) en recuperar esta obra de Kay Boyle (1902-1992), activista liberal que como tal se manifestó en su obra literaria.
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Profesor de Educación Secundaria y Bachillerato