Ha sido en una tertulia, a la que me invitaron como moderador, en la que, como un tema más –seguro que por mi pertenencia al gremio– el asunto principal se desvió hacia la profesionalidad de los periodistas, sus preferencias y conexiones particulares.
Lo cierto es que la confusión que se generó, cuando repartí alguna colleja que otra, no fue distinta a la tan traída y llevada “libertad de expresión” y los medios alternativos por la que se ejerce.
Me explicaré: si es cierto que cualquier persona puede expresarse por los canales electrónicos (Internet), aún es más cierto –al menos para mí– que la ética y el respeto a las opiniones ajenas constituyen un derecho inalienable. Lo que se plantea como un privilegio al alcance de cualquiera no puede convertirse en un arma de destrucción particular o masiva.
Quizá –y sin quizá– la cuestión está en la necesaria diferencia entre opinión o información; entre profesionales o aficionados; entre la verdad de lo ocurrido y la visión parcial del hecho.
La vieja censura que, durante muchos años, sufrimos en este país, está renaciendo, de modo distinto, eso sí, al utilizar “utensilios” desarrollados con otro fin muy diferente al de la necesaria documentación, credenciales o identidad del que los emplea.
Este es el meollo de la cuestión en la que me he enfrascado: ¿antes de enfrentarnos a las falsas noticias, a los bulos o a la difamación, sería lo más lógico que afrontásemos nuestro bagaje personal?
Al igual que las fuentes tienen que resistir toda investigación, sabiendo su corresponsabilidad en los resultados de cualquier publicación, los periodistas tenemos el sagrado deber, entre otros, de anteponer siempre el derecho a la intimidad y a la propia imagen de los hombres y mujeres sobre los que escribimos… Y este compromiso, entre otros, también es indeclinable para todos los que se aventuren en el mundo de la globalidad.
Leer más artículos
de
Ramón Burgos
Periodista