Os confieso que hay algo que tengo que corregir: mis paseos por las calles y plazas de nuestra ciudad –y, por ende, las conversaciones que, con muchos de vosotros, mantengo sobre el bien y el mal, lo que acontece o lo que pensamos nos puede sobrevenir–, pues, últimamente, sin echarle las culpas a este tiempo tan inusual y a los achaques propios de las experiencias vividas, me estoy acomodando, quizá en demasía, a seguir los acontecimientos por la prensa, la radio, la televisión o internet; lo que entiendo puede hacerme caer en el mismo pecado que cometen algunos –muchos– de nuestros representantes: no contar con la opinión directa de la ciudadanía.
Lo escribo porque en una de mis últimas salidas me apuntaron un resumen –con una única palabra– de lo que está pasando en este tiempo de cambios: maqueando (“Adornar muebles, utensilios u otros objetos con pinturas o dorados, usando para ello el maque”, RAE).
Pues bien, atreviéndome a “ampliar” la definición de la Academia, os diría que esta “técnica” está siendo empleada, incluso con desesperación, por unos y otros humanos a los que lo único que les interesa es mantener sus poltronas, cambiando no sólo de bando, sino también de imagen y verbo.
Así, tengo el presentimiento –dejadme que lo adjetive como “maldito”–, girando entorno a que lo que mantenía años atrás sobre los periodistas, intelectuales y escritores británicos que vivieron directamente la Guerra Civil: en un principio buscaban reflexiones y materias capaces de aportar posibles visiones de entendimiento al drama español; si bien cierto que, más adelante, el panorama cambió radicalmente, pues, el encubrimiento de las atrocidades y la violencia perpetradas, creó una pantalla de feroz censura que impedía desvelar la verdad de lo que estaba ocurriendo.
Decretar, sin análisis justos y sin escuchar a la mayoría, es, al menos, reprochable y condenable, sin que exista paliativo alguno para este proceder.
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de
Ramón Burgos
Periodista