Sobre las 9:30 horas, del 8 de junio, festividad del Corpus Christi, iba caminando por la vega de Gabia y, desde lejos, vi a una urraca en la acequia de Agramazón, cerca de la planta de hormigón. Poco después la urraca emprendió el vuelo y entonces observé que otra estaba posada sobre unos plásticos y unas ramas, que se encontraban flotando bajo un pequeño salto de agua. El ave se había caído en la acequia y se refugiaba en esa isleta, pero no podía salir porque la altura del cauce de cemento mide más de medio metro. Me tumbé en el suelo mojado por la lluvia e intenté coger la urraca con la mano, pero huía y no podía atraparla. Entonces, cogí una caña larga que había por allí y conseguí que se subiera en el extremo, la alcé pero la urraca voló precipitadamente por dos veces, tratando de posarse en la orilla, pero cayó de nuevo en la acequia, pues tenía todo el cuerpo mojado. El ave se posaba en la caña sin que yo me esforzara, pues se daría cuenta que agarrándose allí podía salvarse, pero en una de las ocasiones cayó y fue arrastrada por la fuerza del agua. Corrí a ayudarle con la caña, pero nadando consiguió llegar sola a los plásticos. A la tercera vez que la alcé con la caña, saltó a la otra orilla de la acequia.
La capturé porque no podía moverse a causa del continuo esfuerzo que había hecho en la acequia para salvarse y seguramente llevaba varias horas allí abajo, en la corriente. Estaba extenuada como el náufrago que logra llegar a la orilla del mar. Su madre, la que vi al principio, sobrevolaba por allí cerca y daba graznidos al verla en mis manos. Caminé unos doscientos metros y, mientras la iba acariciando, se agarraba fuertemente con sus patas a mis dedos. Cuando llegué a un olivar la eché a volar, pero logró aterrizar como pudo en el suelo, pues me olvidé que tenía las alas mojadas. Cayó entre unas matas y allí se quedó quieta. Conforme me alejaba, se oía el escandaloso graznido de las urracas y cada vez acudían más, calculé que habría unas ocho, pues venían de todas partes y se posaban en el tejado de una nave, sobrevolaban encima de los olivos y vi que una se posó en el suelo, cerca de su compañera. Cantaban a coro y parecía que celebraban el rescate de la pobre urraca. Suele ocurrir que, cuando una cría de ave se cae del nido, los pájaros forman un gran escándalo por el peligro que corre.
Un poco más adelante, le pregunté a un viejo agricultor por el nombre de la acequia y me dijo: Se llama Agramazón, viene de más arriba del río Dílar y llega hasta Belicena. Yo estoy cultivando este pequeño trozo de tierra, porque el dueño murió hace un año. Allí siembra pimientos, cebollas, tomates…, pero no pude hablar más con él pues apenas oye. Copio parte de la crónica de JUAN ENRIQUE GÓMEZ Y MERCHE S. CALLE, del 31 diciembre 2014, en Ideal. Baja paralela al cauce del río, por la ribera izquierda del Dílar. Desde hace más de cinco siglos se le llama la Acequia Alta, el canal responsable de llevar agua de riego a los campos aterrazados de Dílar, los pagos de Gójar y los cultivos de Gabia. Extrae su caudal del río que nace en los Lagunillos de la Virgen, allá en las cumbres de Sierra Nevada, a 3.000 metros de altitud, y que tras el deshielo del verano crece altivo y caudaloso, incluso en los inviernos secos.
Cuando llevaba recorridos unos trescientos metros, decidí volver temiendo que algún gato, de los muchos que pululan por la vega, se diera un festín con la urraca. Al poco vi que seguía allí, en el mismo sitio donde se posó, pero ya no había ninguna compañera suya por los alrededores. Inexplicablemente, las urracas habían desaparecido como por encanto. La cogí y no opuso resistencia, como si agradeciera el gesto, pues no tenía nada que temer. La dejé en la rama de un olivo y le eché dos fotos, pero la maltrecha urraca no se movía y cerraba los ojos, posiblemente por el cansancio, por el frío que había pasado y por el agua que habría tragado en la acequia. Sin duda, las ramas y los plásticos la habían salvado de una muerte segura. Tres días después me pasé por el olivar temiendo lo peor, pero allí no había rastro de la urraca. Este suceso me ha recordado que, cuando yo tenía unos siete años, una tarde se desató un vendaval, de manera que un gorrión que volaba fue lanzado a causa del fuerte viento contra la pared de una casa, por lo que cayó muerto al suelo. Tengo grabada la escena, de manera que lo recogí, hice un pequeño agujero junto a la tapia de una casa y allí, con mucha tristeza, enterré para siempre al gorrión. De la maltrecha urraca, no he perdido la esperanza y espero oírla un día dando alegres graznidos por el olivar de Gabia.
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