Hay que sentir el aburrimiento, una sensación que está en todas partes y en ninguna, se nos agudiza en los meses de verano, con los días de asueto, de más luz y el acúmulo de horas libres.
Inútil levantar muros contra el aburrimiento, nuestra salud necesita una tregua del estrés y de la agitación propia del resto del año. Hay que permitirse abandonarse al placer de decir “me aburro”.
Una de las cosas importante que debemos aprender es a aburrirnos. Enseñemos a aburrirse a los niños y evitaremos muchos problemas, fomentaremos que tiren de la imaginación, que socialicen para compartir juegos. Se está convirtiendo en habitual observar como los padres entregan sin tapujo un móvil a sus hijos de temprana edad con videos de YouTube, con la intención de que no molesten y no estén aburridos, sin saber las consecuencias que puede tener su contenido para su mente en formación.
Cuanto le debo al aburrimiento, en esas misas interminables, donde me dedicaba a observar el equilibrio inestable de los que se dormían, o en las pesadas conferencias, recuerdo una especial y también algunos compañeros de ALUMA, como la línea 4 del metro de París en francés en la Universidad de mayores de Toulouse y otras tantas de cuyo nombre no quiero ni acordarme. El antídoto, tomaba notas o dibujaba los rostros de los presentes si quería estar mediamente atento.
De los laberintos de mi memoria me llega el recuerdo de la apática etapa de la adolescencia cuando le decía a mi madre “que me aburría” y siempre me contestaba “pues échate en agua”, nunca he sabido lo que significaba.
Llegaba el verano y la pandilla de jóvenes adolescentes nos reuníamos las tardes a la misma hora, en el mismo sitio, acompañados del aburrimiento, que nos hacia despertar la imaginación y de pronto llegaba la idea brillante para poner en marcha alguna travesura o una emocionante excursión (colarse en la discoteca, amarrarle una ristra de latas al tubo de escape de un coche, practicar buceo en la rocas con el miedo en la piel ante la mirada de las morenas o la repentina aparición de un tiburón marrajo…), juegos, bromas, aventuras todos frutos de una temprana juventud y… del aburrimiento.
Ahora después del largo acúmulo de veranos en mi calendario he aprendido a perseguir de manera premeditada el aburrimiento en las olas de calor dejar en blanco las casillas de la agenda de julio y agosto, para dejar volar a la imaginación saborear la quietud, la meditación, volver a los silencios junto al mar. Un placer convertirse en observador invisible de la propia vida que circula a tu alrededor encarcelado en el aburrimiento.
La playa en verano es un gran escenario de recreación privilegiado de la diversidad de fauna humana, una radiografía de la sociedad actual, todos al natural sin su realidad aparente: sus trajes ni joyas, vestidos con sus bañadores, un surtido variado: de barrigas prominentes, algunos cuerpos esculpidos en gimnasios, de guiris enrojecidos como cangrejos, de pieles enfundadas en sus variopintos tatuajes, de escasos niños jugando en la arena…
Oculto tras las gafas de sol, inmóvil bajo la sombrilla, observo el flujo continuo de bañista por la orilla, en mi propio tedio no dejo que cristalicen las imágenes, vivo el momento fugaz al son de las olas. Transitan sobre la arena, los que “curran” trabajadores ambulantes para los ociosos y los veraneantes que disfrutan de la playa. Dos realidades inconexas que, sin embargo tiene su sentido que no me toca descubrir.
Vuelan por el aire los pequeños y multicolores pingüinos hasta la rompiente de las olas, flotan inestable y la espuma veloz los arrastra a la orilla, allí estaba el escuálido joven de camisa blanca y gorra, su piel ennegrecida que reluce al sol, flaco sin remedio, uno de los miles de emigrantes sin nombre, de ojos brillantes y entornada sonrisa, los recoge para volverlos a lanzar al mar. La constelación de pingüinos de colores vivos, tentempiés, bailan alegre en su corto recorrido hasta la arena donde se quedan inmóviles de pie, un enjambre de niños se acercan a ver el espectáculo. El muchacho negro, retira la colonia de pingüinos de plástico, en el mismo silencio que llegó, se marcha por la orilla, deja la huella desnuda en la arena mojada que la siguiente ola borrará.
Sobre esta tierra viva y formada en millones de años perdura la contradicción, este chaval salió de su tierra, dejó su familia en Centro África, abandonó lo poco que tenía para llegar a la tierra prometida que no tiene nada de prometida, la cara amable de los ¨pingüinos tentempiés”
Más atrás, en la arena caliente , una familia completa de un pueblo cualquiera del interior de Cádiz se instalan: abuelos, adultos, jóvenes, niños, como una pequeña tribu montan sombrillas, mesas, fiambreras, neveras, abren el paquete de los chicharrones, la tortilla de patatas…y sin tiempo de espera como una algarabía corren a la orilla del mar, las chicas se hacen fotos en una improvisada fiesta, de risas y bromas con el agua, una inesperada ola les rompe en la espalda, algunas pierden el equilibrio y caen, el móvil con su cámara inmortaliza el momento, más atrás los hombres han sacado: las cervezas, el tinto con gaseosa y degustan los tapers (tupperware) de comida y patatas fritas, un festín desde primera hora.
Pisadas aceleradas de bañistas, el vehículo buggy todo terreno de la policía local a toda velocidad por la arena, la sirena de la ambulancia suena al fondo del paseo marítimo. Próximo al chiringuito alguien ha sufrido un desvanecimiento, una persona yace en la arena rodeada de familiares y curiosos. Se percibe la preocupación, los servicios sanitarios intervienen y es evacuada en camilla. El sonido repetitivo de la alarma de la ambulancia deja su eco al alejarse, una racha de aire borra el sonido de la muerte,
Escaparates girados en la misma playa, personajes sin nombres, en la cara escondida de la realidad, cada uno lleva acuesta su propia realidad y su propia máscara.
Dejo que el aburrimiento se deslice entre mis dedos, cargo la silla de playa, sombrilla y regreso a mi casa.
¡Feliz verano! Espero que este escrito no haya sembrado el aburrimiento. 😉
Leer más artículos de
Rafael Reche Silva, alumno del APFA
y miembro de la JD de la Asociación
de estudiantes mayores, ALUMA.
Premiado en Relatos Cortos en los concursos
de asociaciones de mayores de las Universidades
de Granada, Alcalá de Henares, Asturias y Melilla.