Hay imágenes que se repiten en cualquier niñez: huir despavoridamente cuando tenías cita con el médico, poner en práctica toda una batalla de migas de pan con tus hermanas a la hora de las comidas, o cuando te repeinaban para salir lo más favorecido posible en las fotos para el colegio.
¿Quién no se ha escondido alguna vez debajo de la cama? Con las décadas, esos momentos emblemáticos que luego compartimos traen mucha añoranza e interpretaciones. Fuera por aliviarnos del calor, para esquivar una inevitable regañina, o para hacer de ese claustrofóbico espacio un baluarte, resguardarnos debajo de la cama nos permitía obtener nuevas sensaciones pues fomentamos la escucha de la conversación de los demás, nos fijábamos por fin en el estampado de las zapatillas de mamá, en las uñas de nuestras hermanas y por la orientación de sus pies sabíamos si seguíamos a salvo o, en cambio, si era cuestión de segundos el que nos descubrieran cuerpo en tierra mientras nos latía cada vez más fuerte el corazón. Pensándolo ahora, ¡qué imagen más lamentable la de hallarte en el suelo, así, sin más!
También teníamos la posibilidad de asustarlas: qué gran poder el sentirse en disposición de elegir el momento de atemorizar a quienes por entonces enturbiaban tu tranquilidad cuando eras tú el incorregible distorsionador de la armonía doméstica.
Pero más difícil de encajar que los comentarios que escuchábamos sobre la sanción que caería sobre nosotros era la decepción al comprobar que pasados muchos minutos nadie preguntaba por ti, y el desconsuelo ante la absoluta indiferencia a que daba lugar la ausencia de mi pequeña y recalcitrante sombra. Uno aparecía entonces dócil como si tal cosa, como si siempre hubiera estado allí.
En todas las infancias hay un lugar al que le concedemos la potestad de patria y si bien no fue la mía la de esconderme debajo de la cama, sí que guardo con entrañable cariño esta estampa emblemática, quizá porque –aunque uno se quede con las ganas– ahora, además de estar mal visto, sería un signo inequívoco de haber perdido la chaveta o de extrema cobardía pueril. Hay privilegios que solo los conceden la niñez.
Mucho me recuerda esta actitud a la del narrador externo que se sirve de la ventaja de presenciarlo todo sin intervenir para conocer con mayor objetividad cómo son los demás, al tiempo que te imaginas cómo sería el mundo si tú no estuvieras en él. Y en este momento, igual de inevitable que en la niñez era esconderse debajo de la cama, son los versos de Juan Ramón Jiménez:
[…] Y yo me iré; y estaré solo, sin hogar, sin árbol
verde, sin pozo blanco,
sin cielo azul y plácido…
Y se quedarán los pájaros cantando.
José Luis Abraham López
Profesor de ESO y Bachillerato