El sábado 16 de febrero de 1963, el río Genil se desbordó a su paso por Granada a consecuencia de una intensa lluvia que se prolongó durante veinte horas. Las cuevas gitanas del Sacromonte se derrumbaron y hubo dos muertos y cuantiosos daños materiales. Era una magnífica ocasión para que el dictador mostrara su solidaridad con los damnificados, por lo que organizó una visita oficial a la ciudad que se produjo el día 25 del mismo mes (se iban acercando aquellos veinticinco años de paz y la campaña propagandística empezaba a gestarse).
Para esa fecha, la policía había limpiado las calles de indeseables, pues se pretendía dar la imagen de una ciudad tranquila, controlada, afecta y mansa. Cualquier antecedente político, cualquier problema previo con la justicia, cualquier sombra de sospecha equivalían entonces a una detención sin ninguna garantía judicial. Al fin y al cabo, se trataba de gentuza, muy diferente a esa gran Granada portadora de los valores del Régimen. Las Brigadas de Investigación Criminal y Social impusieron su propia ley mordaza para impresionar a Franco, pero la gran Granada de entonces también era un hervidero de hipocresía, doble moral, ocultación y crimen.
Ese es el punto de partida de Gran Granada, la última novela del granadino Justo Navarro (Barcelona, Anagrama, 2015) en que el autor juega a desentrañar las gigantescas contradicciones de una ciudad en que cinismo, supervivencia y apariencias se afanan en crear una realidad paralela para la que siempre hay una forma de enmascarar la sordidez. El autor lo formula como sigue:
“…todo lo sincero que se puede ser en una ciudad difícil donde nadie quiere ser quien es, entre simuladores, disimuladores, fanfarrones y falsos humildes por instinto de supervivencia, que simultaneaban los aires imperiales y la falta de espíritu, dos tipos de personalidad que pueden convivir en un solo individuo” (pág. 96).
El caso es que en esos franquistas días, justamente cuando el único problema de nuestra ciudad debería ser el desastre atribuible a la naturaleza, aparece un muerto, después otro y después van apareciendo (incluso desapareciendo) varios más. Para todos se busca una causa que no enturbie la paz ciudadana ni deslumbre los fastos de la visita del dictador.
Un grupo de amigos se encarga de desmontar con su conducta el espejismo de normalidad: se trata de gente acomodada, de ciudadanos en los que no cabe sospechar los tejemanejes impropios de su casta social, aunque nada es lo que parece: ni la honorabilidad, ni la sexualidad, ni la representatividad social cumplen mínimamente con la decencia, la lealtad, la amistad o el amor, pues todo resulta ser una gigantesca pantomima.
Justo Navarro se centra en un grupo de amigos, uno de los cuales es víctima de un chantaje. Los crímenes empiezan y otro de ellos, el octogenario comisario Polo, protagonista indiscutible de la novela, sigue el hilo de la enmarañada madeja para saber la verdad, que le interesa menos por sentido ético que por saberse aún eficaz, ya que entrevé que su privilegiada posición en la ciudad se tambalea por ser un dinosaurio caduco e inservible.
Con todo, él será el que encuentre la verdad e imponga su injusta justicia. Lo hará por sentirse el gallo del corral, un corral donde un oftalmólogo, un coleccionista de arte, un otorrino, un canónigo, un subbibliotecario, una jovencísima esposa (después se sabrá que es algo más que una esposa) y una bibliotecaria, junto a un abogado, un inspector de policía y una larga serie de personajes arrastran sus existencias contradictorias y llenas de sombras. Hay un personaje tan difuso (y a la vez tan peligroso) que aparece mencionado bastantes veces, sin que nunca coincida el apellido con que se le nombra.
El autor despliega un tono de novela negra en el que aparecen constantemente pinceladas de humor negro, de fina ironía. Para asentar el marco histórico saca de su manga una serie de elementos sueltos (marcas de productos, música, bebidas, costumbres, lugares granadinos hoy desaparecidos…) que harán las delicias de quienes vivieron la Granada, grande o mostrenca, de aquella época. Se me escapa la posibilidad de determinar si Justo Navarro ha hecho una novela de claves sobre personajes autóctonos, una hipótesis interesante sobre la que preguntaré a los locales avezados en la intrahistoria de la ciudad.
La mayor parte de los capítulos se inician con una referencia de fecha, como si se tratara de las piezas de un expediente policial y se ajustan perfectamente a la personalidad del comisario Polo, que sueña con poner la tecnología al servicio del estado para controlar a las buenas o malas almas en peligro de desviarse de una ortodoxia que, según comprobará el lector, para él es muy flexible, aunque la desea rígida para el resto de sus conciudadanos.
La resolución privada de los asesinatos (la pública mantendrá las versiones interesadamente falsas), coincide con la llegada de un nuevo gobernador civil. También coincide con la firme resolución de los supervivientes del grupo de afrontar sus vidas con el más próspero pragmatismo, ya que los planteamientos éticos no sirven en esa sórdida gran Granada que ahora habitamos los hijos y nietos de aquellos personajes de la élite de aquella época que cincuenta años se han ido llevando, como el Genil se llevó las cuevas sacromontanas.
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