Chronos and His Child, a depiction of the Titan Cronus as «Father Time,» wielding a harvesting scythe, oil on canvas by Giovanni Francesco Romanelli, 17th century. National Museum, Warsaw.

Leandro García Casanova: «Hijos del tiempo»

Cronos simboliza el transcurso del tiempo y se le representa con el aspecto de un anciano con barba, pero empuña una guadaña con la que va segando lo que encuentra a su paso. La mitología griega nos dice que, a medida que nacían sus hijos, los devoraba para que no lo destronaran. Sin embargo, los seres humanos no pensamos en el paso del tiempo, yo diría que ni siquiera nos interesa. Sólo nos preocupa la felicidad inmediata, el triunfo personal o que se cumplan nuestros deseos. Por eso, las desgracias y la muerte siempre nos cogen desprevenidos, pues creemos que vamos a ser felices y eternos.

De mi infancia recuerdo estas anécdotas: por San Juan, era costumbre que mi familia paterna se reuniera en la cueva del abuelo y, un año, se le ocurrió que entre mi primo y yo le sacáramos los minutos y los segundos que llevaba vividos. Total, que estuvimos más de una hora haciendo cuentas de multiplicar y, como las matemáticas no eran mi fuerte, mi primo ganó la partida, mientras que mi abuelo se rascaría el cogote, pensando: ¡Joer, pues no sabía yo que he vivido tantos millones de segundos! La otra anécdota es que mi padre tenía un precioso reloj de arena en la estantería de su laboratorio de fotos. Era pequeño y de cristal –se rompía nada más mirarlo–, pero yo me entretenía viendo cómo pasaba la arena de arriba abajo, por aquel estrecho cuello de botella. Hasta que un día se me cayó de las manos… Con un palillo de dientes, uní por dentro el cuello roto del reloj de arena y de lejos parecía que no había pasado nada. Sin embargo, mi padre vería la trastada que hice y no dijo esta boca es mía. En otra ocasión, cuando tendría yo nueve años, una noche estábamos charlando mis padres y hermanos en el comedor de la casa y estábamos contentos pero, en un momento dado, me dio por pensar en el futuro: habían pasado los años y mi madre había fallecido. Todo ocurrió en un instante, como si fuera una visión, el caso es que los ojos se me inundaron de lágrimas. Me salí del comedor y mi madre, extrañada de mi espantada, me preguntó pero logré echarle una excusa.

Parece que fue ayer, pero la vida pasa volando: hace ya veintinueve años que mi madre falleció. No obstante, el tiempo es siempre el mismo y permanece ahí agazapado, a la espera de los acontecimientos. Somos nosotros los que pasamos de largo, como aves fugaces que vuelan sobre la raya del horizonte al atardecer, o como hormigas indefensas cruzando la carretera. El año tiene doce meses –cada vez se hacen más cortos, por la rutina de los días, del trabajo y de hacer siempre lo mismo–, que son veinticuatro quincenas o cincuenta y dos semanas, el caso es que uno tiene la sensación de que todo discurre demasiado rápido. Las semanas pasan en un soplo y no digamos la brevedad de los días. Desde hace años, tengo copiada esta frase de Concepción Arenal, que recibió el título de Visitadora de cárceles de mujeres: El tiempo es corto, pero no se aprecia ni se mide sino según la cantidad y profundidad de las impresiones que se reciben.

William Shakespeare, con su aguda y certera visión, lo define así: El tiempo es muy lento para los que esperan, muy rápido para los que tienen miedo, muy largo para los que se lamentan, muy corto para los que se divierten. Pero para los que aman, el tiempo es eternidad. La película Candilejas cuenta la historia de una bailarina y de un payaso –el señor Calvero es el trasunto de Charlot–, que, desde la amargura del fracaso personal, dice a sus amigos: Sabía que todo saldría bien, el tiempo es un gran actor y siempre da con el final perfecto… Recuerdo que yo medía la estatura de mis hijos, para ver lo que iban creciendo, y anotaba a lápiz los centímetros en un armario. Y sin embargo, hoy ya tienen cuarenta y tantos años. El filósofo Voltaire, ya viejo y desengañado de la vida, harto ya de tantas luchas y destierros, decía: Al final, acaba uno cultivando el jardín. Salvo la amistad, pocas cosas tienen importancia ya, incluso cultivar el jardín. El poeta Manuel de Góngora, con su ironía, escribió en De la brevedad engañosa de la vida: Mal te perdonarán a ti las horas, / las horas que limando están los días, / los días que royendo están los años. Y ya lo dice el juramento de Hipócrates, el patrón de los médicos: La vida es corta, el aprendizaje largo, la ocasión fugitiva, la experiencia engañosa y el juicio dificultoso.

Un amigo sacerdote, que ya falleció, me decía: La vida es como un rollo de papel higiénico, los últimos metros corren más de prisa. Y termino con el poeta Ovidio: El tiempo corre y silenciosamente envejecemos, mientras los días huyen sin que ningún freno los detenga. Si uno se detiene y hace un alto en el camino, comprobará que la vida es un soplo, un suspiro, un bostezo en la larga historia de la humanidad. Por eso, cuando queramos acordar, estaremos tumbados y mano sobre mano, el mundo seguirá su curso y cada cual irá royendo sus ansias. Y lo cierto es que la vida pasa, pero no sabemos vivirla. Sólo nos queda el consuelo del Carpe diem, quam minimim credula postero, del poeta Horacio, que se traduce como: Aprovecha el día de hoy; confía lo menos posible en el mañana. La metáfora de la vida es que, al final, el tiempo –el dios Cronos– acaba devorándonos a nosotros, a sus propios hijos.

 

 

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