Puedo mantener, sin que me avergüence, que esta reflexión surge al hilo de un espacio televisivo sobre el Antiguo Egipto – reconozco mi inmensa devoción al tema–, y más concretamente sobre el faraón Amenhotep IV, dinastía XVIII, quien, en el cuarto año de su reinado, cambió su nombre por el de Akenatón, fue considerado como un ‘hereje’ al abolir una gran parte del Panteón egipcio y proclamar al dios Atón como la única deidad del culto oficial del Estado –«El egiptólogo James P. Allen estima que más de 1.400 deidades son enlistadas en textos egipcios, mientras que su colega Christian Leitz comenta que existen «miles de miles» de dioses», es.wikipedia.org–.
Pero hay algo más en esta historia que me ha traído al presente: la actitud de los sacerdotes y sus acciones a la muerte del rey de las dos coronas (1337 a.C.). En un santiamén intentaron borrar todo lo realizado por el faraón y por su esposa Nefertiti, volviendo a los anteriores usos y costumbres.
Os preguntaréis –yo lo haría– a qué viene esta perorata, más, creo que lo he repetido con anterioridad: soy de los que mantienen que la historia de los pueblos y sus gentes nos sostiene vivo todo aquello que debemos tener fijo en el cajón de nuestro recuerdos, evitando así ‘desastres’ repetitivos.
Indiscutiblemente –al menos para mí– lo relatado al principio tiene cierto atrevimiento o, mejor dicho, un claro enfrentamiento a lo establecido, lo mismo que –al menos para mí– sucede con las afirmaciones del actual pontífice romano: «Un cristiano sin valor, que no doblega sus propias fuerzas al bien, que no molesta a nadie, es un cristiano inútil», catequesis dedicada a la tercera de las virtudes cardinales: la fortaleza, Papa Francisco, religionenlibertad.com.
Dos crónicas, cada una en su tiempo, que tienen mucho que ver con la derrota de los carcundas: «avaros, mezquinos y egoístas» (RAE).
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de
Ramón Burgos
Periodista