Docente jubilado y poeta de valía (autor de dos libros: Versos bajo el espino y Viento del Sur), Moisés Navarro Fernández, acumula ya una larga y prestigiosa trayectoria de premios, tanto de carácter nacional como internacional, en los que siempre lleva a gala sus orígenes y su pueblo. Sin embargo, si uno viaja hasta Cogollos de Guadix y refiere su nombre muy pocos se atreverán a decir con rotundidad que lo conocen. Todo dará un vuelco si a nuestro interlocutor se le menciona el de Colás el de Córcoles; ahora sí, cualquiera no sólo lo asociará de inmediato a su querido barrio del Perchel sino que te dejará entrever sus estrechos lazos familiares –y sociales– y te dará cuenta de sus más recientes logros literarios y de su enorme calidad humana.
Con motivo de su 80 cumpleaños, quedamos en vernos en Motril –ciudad en la que reside desde 1976–, para reverenciarnos una vez más nuestro afecto y para seguir brindando por la vida. Como siempre, nuestra mirada y nuestro corazón desde bien pronto rompen la distancia física que nos separa de Cogollos y me refiere aquella lejana canícula de finales de julio de 1944 en la que por primera vez vio la luz. Justo el día en que su familia encerraba en los trojes de la casa la cebada aventada la noche anterior en las Eras Bajas y que uno de los tres operarios encargados de la máquina aventadora era mi padre, Elisardo Fernández, que a su vez era primo hermano de su madre, Concepción.
–Moisés, estoy seguro de que tu abuelo Nicolás, con el que compartes identificativo local, fue una figura clave en tu infancia, ¿Qué recuerdos guardas de él?
Mi abuelo, “Colás el de Kalimaco”, como todos lo conocían, fue una figura brillante, un Leonardo da Vinci, un auténtico icono de Cogollos. Su amor al pueblo era tal que dedicaba su tiempo y su dinero en mejorarlo y embellecerlo. De ese modo construyó el pilar que había frente al aljibe; ese símbolo emocional que conmovió y aún conmueve el alma de muchas y muchos cogolleros al ver su espacio vacío ahora ocupado por bares y asfalto. El pilar era, además de abrevadero, un lugar de citas para los enamorados que salían a la caída la tarde. Las muchachas casaderas con la excusa de llenar sus cántaros; los muchachos a dar un vistazo desde las esquinas del Horno o de Baldomero. Por cierto, para que el agua subiera y cayera con cierta presión por los caños, mi abuelo inventó un tipo de arcaduz. Un tubo de barro cocido más ancho por un extremo que por el otro que permitía conducir el agua desde el depósito hasta el pilar. De esa forma el agua subía con la presión suficiente, para gozo de nuestras madres y de las muchachas que no tenían que agacharse para recoger el agua. Otra de las muestras de entrega sería la reparación y conservación de la iglesia y de su torre. Un trabajo, este último, para el que incluso llegó a levantar un andamio desde el campanario hasta el tejado y poder así enderezar su cruz. Murió un 12 de abril de 1970. No importa que a las nuevas generaciones no les suene su nombre pues los que sí lo conocieron lo recuerdan con gratitud y cariño. Comparto tantos y tantos recuerdos de mi “PaColás” que tendría para escribir varios libros. Cuando lo haga compartiremos algunas de sus deliciosas anécdotas.
–¿Cómo un niño de 13 años decide un día ir a estudiar con los Padres Claretianos de Loja y qué influencia tendrá la formación allí recibida?
Bueno, yo no podía tomar ninguna decisión al ser menor de edad, pero sí quería salir del pueblo, donde el porvenir que me esperaba era la yunta, el mancaje o el pastoreo. Verás, un día del mes de marzo o abril de 1956 se presentó en Cogollos un cura misionero claretiano (el Padre González), buscando vocaciones para ser misioneros. Habló con los dos maestros del pueblo –don Andrés Acosta Muñoz y don Emilio Alapón– y estos le facilitaron un listado de los más despabilados. En esas listas, claro, estaba yo. Conmigo, también reclutaron a otros más: Miguel García Carreño, Emilio Mesa Oria, Fermín Porcel Carreño, José Fernández Molero (Pepe el de Lolo), Félix el del Guarda los Pinos y alguno más. También los Padres Paúles recolectaron cosecha, llevándose a: Antonio Peralta Gámez, Torcuato el de Carazucia, Juan el del Quemao, Juan el de Maromilla, Joaquín el del Nano, Pedrín el de Pedro Pérez, y, alguno más que en este momento no recuerdo. En cuanto a la formación allí recibida: extraordinaria y muy completa, y, de la que estoy muy agradecido. Aprendí a valorar la vida, a amar al prójimo, a saber que siempre será la palabra, a valorar el pronombre “nosotros” y repudiar el “yo” egoísta. También empecé a amar la poesía como un camino de paz para conseguir la felicidad y la concordia. Mientras estuve fui feliz, te lo aseguro. Ahora lo soy más, he aprendido y escribo; así no tiro el alma por el desagüe.
–A los 16 años abandonas los estudios de bachillerato y no los volverás a retomar hasta los 20, ¿cuáles fueron tus peripecias vitales en esos momentos y cómo ayudaron a moldearte como persona?
Mi deambular idílico con los Claretianos acabó bruscamente el día que el Padre Prefecto, Ignacio Ordóñez, me comunicó en su despacho que no tenía vocación y que me subirían al tren de retorno a mi pueblo, a mi Cogollos del alma. Fue un duro golpe que me costó asimilar y que me supuso algunas lágrimas. A mi padre no le sentó mal que me echaran, pues ya había pensado en qué ocuparme: una manada de ovejas. Como no estaba muy de acuerdo, me marché a Barcelona. No tuve suerte y a los pocos meses tuve que regresar sin dinero y sin porvenir. Mi padre se salió con la suya y, al igual que el poeta de Orihuela, Miguel Hernández, me ofició de pastor. Pero, cuando se vendieron los borregos volví a la capital catalana de nuevo. E igualmente, tuve que volver al pueblo y al pastoreo. Al poco marché al Prat de Llobregat otra vez, a escatar lechugas y arrancar monchetas. Allí coincidí con un amigo, Juan Gómez Maesu (hijo de Remundillo), que me habló de unas becas que podía solicitar. Me la concedieron, me convalidaron tres cursos y así, a los 20 años, empecé de nuevo 4º de bachillerato, en el Instituto Padre Suárez de Granada. Ese curso saqué matrícula en todo menos en matemáticas, que las aprobé por los pelos (menos mal que todavía no me estaba quedando calvo). Y es que en mis temporadas con el ganado leía y aprendía todo lo que caía en mis manos: novelas del oeste, recortes de periódico y, sobre todo, un libro que me compré: Las cien mejores poesías líricas de la lengua castellana, de Menéndez y Pelayo. Un volumen que casi aprendí de memoria y que pudo ser la base de mi vena poética, esa que, en palabras de Juan Ramón Jiménez, “llegó primero desnuda, vestida de inocencia y que empecé a amar…”.
–Para mí ha sido un orgullo poder decir que, junto a nuestro paisano Antonio, he seguido tus huellas en el colegio Reina Fabiola y que desde su inauguración un cogollero siempre ha formado parte de su plantilla, ¿qué ha supuesto para ti este importante centro de enseñanza de Motril?
Treinta años de enseñanza en el Reina Fabiola marcan mucho. Siempre di clases de ciencias y matemáticas en la 2ª etapa y recuerdo con satisfacción a muchos de mis alumnos y alumnas. Es un enorme gozo comprobar cómo muchos te siguen saludando y sonriendo cuando te ven. Después me marché al Instituto Julio Rodríguez para impartir matemáticas en secundaria, hasta mi jubilación voluntaria a los 60 años.
–Alguna vez te he escuchado decir que los números, las matemáticas, te facilitaron el sustento y que tu verdadera pasión por las letras permaneció oculta hasta tu jubilación, ¿en qué momento decides dar ese paso adelante y cuáles son tus referentes poéticos?
Las matemáticas me dieron de comer siempre; me pagaban por ello. Pero cada número que enseñaba, cada incógnita que mostraba, cada problema resuelto, eran flores que iba sembrando en las mentes infantiles que resplandecían en sus ojos limpios y puros con asombro. Sin embargo yo no tenía tiempo para la poesía y no será hasta varios años después cuando inicie el camino poético, ese que tanto tiempo estuvo anestesiado en mis túrdigas. Y fue por casualidad. En el año 2010, una vecina amiga mía, Maruja, me pidió que le revisara un poema. Se lo corregí y se asombró de mi facilidad en el manejo de las palabras y los sentimientos. Me rogó que me presentara al Certamen de Poesía Ciudad de Motril. Lo hice y lo gané. Y me gustó. Siempre gusta una caramelillo. Yo diría que la poesía es una madre que te brinda todas sus calidades afectivas, que te pone en el lugar que te corresponde para que comiences tu andadura. A partir de ahí, todo dependerá del ejercicio, de la entrega, de la búsqueda, del deseo… La poesía puede ser desde “una herramienta cargada de futuro”, que diría Gabriel Celaya, hasta un tirabuzón endecasílabo sin más pretensión que la estética. Sí creo, y esto es sólo un deseo, que la poesía debiera servir para el entendimiento: parar guerras, saciar hambres, restañar heridas… para hacernos felices. Durante la última etapa de mi vida, he participado en concursos literarios con más o menos fortuna. Los certámenes son un poco como la lotería: tocan. Cuando me han premiado siempre he pensado: mi poema no era tan bueno. Cuando no me han premiado he pensado: no era tan malo. A pesar de todo, en estos 14 años de andadura he logrado convencer a casi doscientos jurados. Algunos me han llegado a comparar con los grandes poetas del Siglo de Oro, jajaja. ¡Qué exageración! Pero, salvada la vanidad, reconozco que me sigo emocionando al releer de nuevo mi poema Requiem por un ruiseñor, que fue el ganador del 51 Premio Ciudad de Alhama, con cinco sonetos, donde los dos primeros versos del primer soneto ya te anuncian la tragedia: “Con agua y sangre roja baja el río,/ con un temblor de trino y alborada…” Con la “r” redoblando como un tambor a lo largo del triste recorrido.
–Desde el año 2017 eres Cronista Oficial de Cogollos de Guadix, ¿Qué supuso para ti recibir tan honorífico título y cómo es la vinculación con el pueblo con el que tanto te identificas?
Ser de forma oficial el primer Cronista Oficial de Cogollos de Guadix es para mí motivo de orgullo. Mi toma de posesión, tras la aprobación del Pleno del Ayuntamiento de 29 de diciembre de 2016, fue el día de la Romería de la Virgen de la Cabeza del año 2017. El alcalde, Eduardo Martos Hidalgo, fue el encargado de darme posesión del cargo. En dicho acto dejé claro que el trabajo lo haría con honestidad e imparcialidad, lejos de cualquier imposición o presión, pues, en tal caso, renunciaría de inmediato. Desde entonces he procurado que mi labor fuera fructífera y feliz para Cogollos y que, como bien reza en la página web de los cronistas oficiales, “la primera ley de la historia es no decir falso y no temer confesar verdad”. Mi relación actual con el alcalde es algo distante, no sé si por su culpa o por la mía, pero me comprometí a trabajar por la cultura local y a ejercer mi amor y entrega al municipio suscitando la investigación, el estudio y la divulgación de la historia de Cogollos, recopilando datos y documentos del tiempo pasado o presente, informando sobre aspectos singulares de la localidad o estudiando los rasgos característicos de su arquitectura tradicional, y siempre promoviendo su valoración y conservación. Como todos saben, es un puesto de carácter honorario y vitalicio. Es una de las distinciones más preciadas que se puede tener, que no conlleva remuneración económica alguna y el único salario lo proporciona el reconocimiento de tus vecinos y vecinas. Su función no consiste en contar el día a día, pues el cronista no es un periodista, sino en recopilar datos, documentos e ideas de las gentes que de una forma u otra nos dejaron una huella imborrable: nombres, apodos, anécdotas, costumbres, folklore, inventos, tradiciones, etc. Y, siempre, sin caer en la equívoca adulación hacia quienes un día lo nombraron.
–Muchas gracias, primo Moisés, por tu amabilidad, por tu buen hacer y por tu entrega continua a Cogollos.
Motril, 20 de agosto de 2024
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Maestro del CEIP Reina Fabiola (Motril).
Autor de los libros ‘Cogollos y la Obra Pía del marqués de Villena.
Desde la Conquista castellana hasta el final del Antiguo Régimen‘,
‘Entre la Sierra y el Llano. Cogollos a lo largo del siglo XX‘ y coautor del libro
‘Torvizcón: memoria e historia de una villa alpujarreña‘ (Ed. Dialéctica)