Parece como si lo estuviera viendo: la figura triste y solitaria de Pío Baroja (1872-1956) paseando, al atardecer, por el Parque del Retiro de Madrid, en aquel invierno de 1950. Con su abrigo largo, la barba blanca y tocado con su sombrero de ala ancha. Está envejecido y diría que desengañado de la vida. Un día le visitaron Luis Ponce de León y otros falangistas de uniforme: ¿No sale usted nunca, don Pío? Y éste les respondió: Antes bajaba a darme una vuelta, pero desde que andan por ahí esos cabrones de falangistas ya no me atrevo. Cuando murió su madre, doña Carmen Nessi, Baroja tenía 63 años y ya se quejaba de su sempiterna soledad: Ahora soy yo el que está solo toda la tarde, esperando.
También le gustaba darse sus paseos por la Carrera de San Jerónimo, entre la Puerta del Sol y las Cuatro Calles. Entonces se cruzaba con las caras más famosas de España: Juan Valera, Emilio Castelar, Valle-Inclán, y no podían faltar sus amigos Azorín y Ramiro de Maeztu. El escritor Pérez de Ayala, un dandi de la época, veía así su obra: Las novelas de Baroja son como un tranvía. Los personajes entran y salen, se suben y se bajan sin que sepamos adónde van ni quiénes son. En sus Memorias, el autor vasco decía: El árbol de la ciencia (1911) es, entre las novelas de carácter filosófico, la mejor que yo he escrito. Aquí, el médico Andrés Hurtado, trasunto de Pío Baroja, exclama llevado del pesimismo existencial, heredado del filósofo alemán Schopenhauer: Uno tiene la angustia, la desesperación de no saber qué hacer con la vida, de no tener un plan, de encontrarse perdido, sin brújula, sin luz adonde dirigirse. En la novela, pone en evidencia que la Universidad y la Ciencia en España se hallaban en un estado lamentable.
En 1909 publicó su primera obra, Zalacaín el aventurero, que él consideró como su novela favorita, y me lo imagino en el tren haciendo el viaje a Barcelona para cobrar las mil pesetas que le entregó el editor. En los años febriles de la República, inauguraron la Feria del Libro en Madrid, en aquellas viejas casetas de madera. Pío Baroja, a pesar de su abundante obra, era uno de los escritores menos leídos. Su sobrino, Pío Caro Baroja, publicó la novela inédita Las miserias de la guerra: Saturnales, que su tío escribió unos años antes de morir. Los personajes nos dan esta visión de la época: España no sabía vivir en un régimen de libertad y de claridad. La República española en pocos años se había envejecido, aniquilado y desacreditado. No pudo encontrar hombres inteligentes y capaces. Pío Caro lo definía como individualista, desobediente, anticlerical y crítico con las ideologías y banderías.
En la Primera Guerra Mundial, el escritor vasco se declara germanófilo, junto a Jacinto Benavente. En 1929 se rueda la película sobre su primera novela, Zalacaín el aventurero, mientras que su hermano Ricardo hace de Tellagorri. Al poco de comenzar la Guerra Civil, Baroja y otros son arrastrados hasta una pared por una partida de falangistas: Hay que fusilarlos, dicen, aunque uno de los acompañantes de Baroja dio un viva a la República. Al final se libran. Un tiempo después los llevan a la cantera de Vera de Bidasoa, pero no los fusilan. Estos sucesos hacen que Baroja se exilie en París pero esto supuso su hundimiento vital. Se sentía perdido, pues le faltó la rutina diaria de su vida, de sus casas y del entorno familiar. Aquí escribió artículos furibundos contra la República. Años después regresó a España y decidió vivir apartado de la política. Junto a Ortega y Gasset representó el exilio interior, llegando a convertirse en el emblema de las nuevas generaciones de escritores. Azorín por entonces enviaba sus colaboraciones a las terceras del ABC, y él mismo se consideraba un escritor de un folio diario, que siempre escribía a pluma. Mientras que su amigo Baroja era un escritor de mesa camilla, que se arropaba las piernas con una manta a cuadros.
Pío Caro escribió en 1953 la vida rutinaria de su tío: Encima de la mesa tiene: dos pares de gafas, un par de plumas estilográficas bastante buenas, además hay un tintero y un pincel… Sobre las doce de la noche, mira el reloj, toma tres pastillas de ‘fanodormo’, un traguito de agua y vuelve a leer un rato más; posiblemente se queje de que un vecino tiene la radio puesta. Y cuando alguna noche salía después de cenar, su tío le recomendaba: Ya sabes, si vienes más tarde de las doce y media, te vas a dormir al otro cuarto, no sea que me despiertes… Baroja se consideraba como un hombre humilde y errante, aunque en realidad era un hombre solitario contra el mundo. Mi anarquismo era no creer y no afirmar, decía. Si en sus novelas alguien se salvaba, era el anarquista. Durante un tiempo regentó la tahona Viena Capellanes.
Leer a Pío Baroja es para mí como pasear a su lado por el Retiro madrileño, entre las sombras de los árboles: Era la Corrala un mundo en pequeño, agitado y febril, que bullía como una gusanera, escribe en La busca, su obra más intensa, donde retrata con realismo los barrios más míseros de Madrid, a comienzos del siglo XX. Baroja es el novelista por antonomasia de la literatura española contemporánea, a pesar de sus evidentes incorrecciones gramaticales. Por aquellos años, algunos no lo miraban bien y lo denominaban don Pío el impío. El escritor y columnista Paco Umbral contaba que, el 31 de octubre de 1956, la calle donde vivía se llenó de gente: eran de un rally deportivo que se celebraba esa mañana. Al entierro de Baroja fueron cuatro. Por lo menos tuvo un entierro barojiano. Unos días antes, como siempre, la Academia sueca lo había ignorado entregando el premio Nobel de Literatura al poeta moguereño Juan Ramón Jiménez. Pío Baroja está enterrado en el Cementerio Civil de Madrid (hace sesenta y ocho años) y su estatua, en el Retiro madrileño, tiene esta leyenda: Madrid a Pío Baroja. Recuerdo algunas frases suyas, que hoy siguen vigentes, y habría que recordársela como entonces a los naciocarlistas del norte de España: El nacionalismo se cura viajando. Pío Baroja, junto a Miguel de Unamuno, fueron dos vascos que amaron a España por encima de todo.
Deja una respuesta