Lo que nos puede privar de un supuesto placer nos salva luego de un infausto destino
Todos sabemos qué es una ola de calor. Sin quererlo, nos hemos graduado en términos meteorológicos. A fuerza de sentirla hemos aprendido a definir estrés térmico o sobrecarga térmica. Parece ser que a partir de ahora nos conviene aprender a vivir de esta manera. No hay más que ver cómo cambian su fisonomía las ciudades durante las horas de chicharrera. Mientras escribo esto, escucho cómo se le caen secas, por propia inercia, las hojas a mi ficus.
Huyendo de la ardentía, decidimos buscar un destino vacacional que permitiera un respiro a nuestro cuerpo en quemazón extrema. Praga, Budapest, Viena parecían ser lugares menos inhóspitos para quienes recelan de temperaturas que ponen el alma en combustión. Por supuesto, el bochorno era el tema de conversación en los primeros días pues incluso en estos países no podríamos hablar precisamente de rincones donde encontrar ambientes más frescos en este asfixiante calentamiento global planetario. Y las previsiones científicas no pueden ser más alarmantes.
Todos buscábamos alivio y confort en el aire acondicionado, en los ventiladores, en la continua hidratación y en los numerosos mecanismos que encontrábamos en las calles, sobre todo en la suave niebla de los arcos de vaporizadores, nebulizadores, pulverizadores. Llamen como quieran a estos difusores de vapor de agua.
Dejando a un lado este tema nada original, debemos decir que uno nunca sale de su asombro cuando del género humano se trata. En una de las excursiones que hicimos a la República Checa tuvimos la suerte de parar a conocer la ciudad balneario de Karlovy Vary. Todo un lujo no solo de remanso, sino también de deleite para la vista y para los sentidos, pues en ella se pueden degustar las aguas medicinales que nos esperan si paseamos entre sus numerosas columnatas del siglo XIX. Es casi de rigor que el turista adquiera un vaso de porcelana y probar en él dicha agua.
Nuestra guía turística compartía con nosotros una de sus muchas experiencias que le reporta un trabajo tan itinerante: el conocer a personas excéntricas. En cierta ocasión, un cliente se jactaba de probar el agua de los ríos que tenía ocasión de visitar. En aquella aventura hacía partícipe de su atrevimiento diciendo que estaba dispuesto a catar el agua de un río conocido por su alto nivel de arsénico. Incrédula como pocas veces, la guía le advirtió de dos cosas: que lo haría bajo su única y dudosa responsabilidad, y que ella no iba a ser quien lo llevara a un hospital. Lejos de disuadirle, estas palabras le dio alas a tan peculiar turista quien no estaba dispuesto a hacer una excepción a su extravagante costumbre. Quiso la providencia que la copiosa cena de la noche anterior revolviera su estómago de tan drástica manera que, en una demostración más de la escasez de su juicio, confesó no poder cumplir con tan atrevido propósito, pero que el reto lo consideraba solo aplazado.
En ocasiones, debemos dejar en lo privado y no exponer a dominio público ciertas costumbres porque no siempre el azar estará de nuestro lado. Debemos valorar con justicia cómo lo que nos puede privar de un supuesto placer nos salva luego de un infausto destino.
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