El caso es que, una vez realizado el escrutinio de votos, como siempre, ninguno de los candidatos que se han presentado ha perdido, a pesar de haber oído en la campaña una y mil veces que todos ganarían las elecciones. Más aún, alguno, más osadillo, se atrevió a decir que si no las ganaba lo asumía como un fracaso.
Sin embargo, el resultado final ha dejado la gobernabilidad de España en manos de nadie, pues ningún grupo político va a encontrar en los otros un ideal constructivo lo suficientemente generoso como para no rezumar hostilidades a las primeras de cambio.
Así las cosas, me da mí que vamos a estar sin gobierno un tiempecito, dado que aquí cada uno se coloca al lado del sol que mejor lo calienta y se zafa rápidamente de su responsabilidades patrióticas, esgrimiendo como argumento el compromiso contraído con sus votantes.
Todo lo contrario a lo que sucede con los independentistas catalanes (en su proceso de «desconexión» con España) que les ha separado un solo voto para encontrar entendimiento entre economías anticapitalistas y economías de mercado; entre los corruptos y los honestos; entre los que emergen de antiguos grupos terroristas y los demócratas; o entre los que prefieren mantenerse en la zona euro y en la OTAN y los que prefieren alejarse al máximo de las mismas, con la creación de un Estado republicano de países catalanes. Todo esto, saltándose a la torera la voluntad de más de la mitad de la población catalana que desea permanecer en el Estado español.
Mientras tanto, los dos grandes partidos políticos de ámbito nacional andan todo el día a la gresca como si todo esto no fuera con ellos, asistiendo impasibles al más incoherente espectáculo sociopolítico que hemos vivido en periodo democrático; pues, incluso, están más atentos al runruneo que se produce desde el seno de sus propios partidos que a la situación de emergencia que está viviendo nuestra patria.
Después de lo que estamos viviendo en Cataluña, hay que hacer digestiones intelectuales a la intemperie para poder digerir cómo se hace imposible el entendimiento entre partidos de centro derecha y de centro izquierda, cuyas voluntades son verdaderamente europeístas, precisamente, cuando más sacrificios requiere el país por parte de sus dirigentes públicos y políticos.
Me parecen muy legítimas las simpatías o antipatías de las masas hacia sus líderes, pero la exaltación idealista o el aborrecimiento a los mismos, no deben estar siempre sometidas a sus votantes, sobre todo, cuando se trata de asuntos que puedan ponen en riesgo la integridad territorial o en aquellas cuestiones relacionadas con el terrorismo, por ejemplo. Las democracias occidentales se caracterizan por no ser sectarias ni dogmáticas, aunque en ello les vayan los votos a las distintas formaciones y, como consecuencia, el sueldo de los suyos.
Que el futuro de 47 millones de españoles pudiera depender de 3030 militantes de la CUP me parece ridículo para España y para Cataluña. Por eso hoy adquiere más actualidad que nunca el grito de Miguel de Unamuno: ¡Me duele España!, porque a mí también me duele.
En estos momentos, España está abandonada a su suerte, es un manicomio de un gran número de tunantes que respiran petulancia y que han hecho buen negocio con la política | ||
En estos momentos, España está abandonada a su suerte, es un manicomio de un gran número de tunantes que respiran petulancia y que han hecho buen negocio con la política, que mangonean a la gente con promesas inanes para, finalmente, convertirse en los mayores cultivadores del nepotismo y el despotismo.
Y es que las matemáticas han llegado endiabladas para todos los grupos que deberían conformar el nuevo parlamento español. Todos los partidos se han trazado unas líneas rojas que no se pueden traspasar, aunque, personalmente, mantengo la esperanza de que esas líneas sean discontinuas. Ya conocemos la respuesta del Conde de Romanones sobre la postura que mantenía su partido en relación a un tema en concreto: «Cuando digo nunca, digo que por ahora, y después ya veremos».
Si definitivamente los dos grandes partidos mayoritarios no encuentran el apoyo o la abstención del uno al otro para gobernar con relativa estabilidad, estaremos abocados a nuevas elecciones legislativas, salvo que se sepan superar los sentimientos y decepciones contrariadas, que han convertido a algunos en detractores minuciosos de lo que el otro propone. Claro que la línea que separa el amor del odio la marca el interés. El resto de las combinaciones para constituir un parlamento sólido entra dentro de lo onírico.
(*) Este artículo de Pedro López Ávila se ha publicado en las ediciones de IDEAL Granada, IDEAL Jaén e IDEAL Almería, correspondientes al lunes, 4/01/2016