Sin duda, Francisco Ayala es uno de esos hombres inmortales que perduran en su rica y amplia obra, en sus tratados de derecho y sociología y continuará vivo en cada uno de los estudiosos y eruditos que se acerque a analizar y estudiar sus obras o, simplemente, en cualquier persona que se deleite con la lectura de sus novelas o de alguno de sus innumerables relatos. Pero también, a un nivel más sencillo, su nombre sigue vivo en nuestro instituto o en la avenida en que éste se encuentra.
Francisco Ayala se mostró siempre muy satisfecho y agradecido de que hubiéramos adoptado como propio su nombre porque sabía que, de esta forma, su nombre y su memoria pervivirían en el futuro a nivel popular, como me decía en una cariñosísima carta, como todas las suyas, que, como representante del centro, me envió el 20 de mayo de 2006: «Mi querido amigo: Me dirijo a usted, y quisiera precisar que en usted me dirijo a todo el maravilloso grupo de compañeros que forman parte del cuerpo docente de un instituto tan entrañablemente unido a mis sentimientos y a mi memoria actual como a la que ustedes van a conservar y han de transmitir al futuro a través de esa institución».
Este, sin duda, era uno de los motivos por los que Francisco sentía tal afecto por nuestro centro que lo consideraba y lo nombraba como «su» instituto, desde que en el curso 1992/93 el Claustro de profesores y el Consejo Escolar, a propuesta, entre otros, de la profesora de Literatura, Conchita Cabezas, y del director, Francisco Jaramillo, acordaron solicitar, como propio, el nombre de ‘Francisco Ayala’.
Y este afecto nos lo mostró siempre a través de numerosísimos detalles: desde el envío de ejemplares de las ediciones que se iban haciendo de sus obras, en muchísimas ocasiones con una cariñosa dedicatoria; por medio de un frecuente contacto, tanto por teléfono como mediante una abundante correspondencia epistolar, porque le gustaba estar puntualmente informado de las novedades y hechos más sobresalientes de su instituto; y, sobre todo, en las numerosas ocasiones en que, con motivo de distintas visitas a Granada, vino a vernos al instituto.
Su primera visita tuvo lugar justo en el curso siguiente de haber adoptado su nombre. En un memorable y lluvioso día 13 de mayo de 1994, arropados por la más alta autoridad educativa provincial y por el alcalde de Granada, tuvimos el honor de recibir, por primera vez, a Francisco Ayala, que compartió una mañana con nosotros y descubrió sendas placas que, en dos fachadas del centro, le dan su nombre e inauguró, al mismo tiempo, la avenida ‘Francisco Ayala’.
A partir de ese día, hasta en cuatro ocasiones más, cada vez que venía a Granada, hacía un hueco en su apretada agenda para visitarnos y estar un rato con nosotros, siempre acompañado, además, por algunos de sus familiares (su esposa, su hermana, su hija e, incluso, su nieta). Estas visitas eran algo apoteósico porque, en seguida, se establecía una corriente de afecto y cariño recíproco entre el personal del centro don Francisco Ayala.
Pero, más que con las mías, quisiera expresar esas sensaciones con las palabras de una testigo excepcional, su viuda, Carolyn, que, en una reciente carta, rememorando estas visitas, le decía a nuestra directora: «En efecto, los vínculos que unían a mi marido con ‘su’ instituto eran muy fuertes. Recuerdo, con nostalgia, sus entradas ‘de torero’ (o bien, ‘de futbolista’) por la puerta grande. ¡Cuánto le gustaba aquello! Se sentía, siempre, orgullosísimo y contento».
En efecto, cuando, al cruzar la puerta del instituto, era acogido con un estallido de satisfacción, júbilo, cariño y aplausos, don Francisco se transfiguraba, se rejuvenecía en contacto con los alumnos y se sentía transportado a sus años de adolescencia.
Puesto que tuve el honor de ser su anfitrión en sus dos últimas visitas en los años 1999 y 2003, puedo dar testimonio del afecto con que don Francisco nos correspondía y del cariño con que acogía a cualquier alumno o profesor que se acercara para que le firmara un ejemplar de alguna de sus obras o, simplemente, para saludarlo.
Soy testigo de la emoción que experimentaba en el acto académico que solía celebrarse al escuchar un fragmento de alguna de sus obras en boca de unos alumnos, la interpretación de alguna pieza musical o la representación de un monólogo de ‘Doña Rosita la soltera’ de Lorca, así como de la satisfacción con que compartía con los profesores un desayuno o la tarta de su cumpleaños.
Entre nosotros se sentía feliz y relajado y mostraba, incluso, su fino sentido del humor gastando bromas o recordando alguna anécdota simpática de su época de estudiante de bachillerato en Granada.
Por ello, cuando se marchaba lo hacía con el corazón henchido de satisfacción y agradecimiento porque aquí había vivido la admiración y el cariño sincero que todos le profesábamos.
Hoy, aunque ya no lo podremos tener físicamente presente, hemos querido seguir celebrando una fecha que a él le gustaba conmemorar, la de su cumpleaños, porque éste es, y continuará siendo siempre, «su» instituto y don Francisco Ayala sigue, y seguirá, vivo entre nosotros.