Palacio de La Granja desde sus jardines y fuentes

Pues allá voy otra vez, don Fabián, que, si usted quiere que siga, a mí ya ve que me desahoga.

No crea que esta menda no se daba cuenta de que las cosas estaban tensas allí, que había tantos militares y se arremolinaban por menos de nada y hablaban como con secreto. Y en la cocina y entre las camareras se decían cosas, que si habían venido de Madrid alborotadores, que a saber qué estaba pasando en Madrid y qué sé yo cuántas cosas que nos ponían un poco preocupadas. Mi tía, si nos oía cuchichear, enseguida nos espantaba, “chicas, a otros asuntos, que todo esos a vosotras no os importan nada”. Y tenía mucha razón, por lo menos para mí, que a mí casi me interesaba más lo otro, lo mío, ya sabe, lo del Marcelo o, vaya por Dios, el Marcel. Pero gracias a él le voy a poder contar más cosas del dichoso lío de esos días, no sólo las que vi yo, sino las que vio él con sus ojos de medio franchute.

Yo seguía bajando todas las mañanas con Carmen a la tahona y en una de esas, a media semana, mira por dónde, resulta que estaba él allí, a la puerta, que nos saludó y nos dijo que tenía que hacer un encargo especial al panadero. Y, cuando acabamos el recado, él no se había ido y me hizo un apartado y me dijo que podíamos vernos algún día entre semana, que él podía librarse por las tardes un rato y hablábamos un poco y así. Lo acordamos y luego me dijo “ten cuidado, andan muy revueltos los cuarteles, no salgas sino lo necesario, yo me adelantaré a buscarte para que no tengas que esperar sola”. Y yo, “pero ¿qué pasa?, ¿quién anda malmetiendo?”. Y él: “No, no es por malmeter, es que la gente está muy harta, fíjate que tardan en pagarnos ya tres meses y quieren pagarnos menos de lo que nos corresponde, después de habernos jugado la vida por la reina allá arriba, en Navarra. Los oficiales no, ellos vienen de otro mundo, tienen sus buenas familias y otras rentas, pero de los sargentos para abajo vivimos de esto y nos hierve la sangre y aquí la mayoría somos liberales, pero liberales de verdad, no como esos condes que andan amañándolo todo para seguir en sus sillonazos, como siempre”. “Bueno, bueno”, le dije yo, “pues tú sí que tienes que tener cuidado”, que, a todo esto, no sé cómo, lo mismo de tanto pensar en él, me estaba lanzando a dejar de tratarle de usted. Y seguí: “Y escucha lo que dice mi tía, zapatero a tus zapatos, que es consejo muy de atender”. Y él, “pues buen consejo, gracias”, y me lo dijo con una sonrisa que le vi los labios que le salían por debajo de los bigotes y me cogió un momento la mano y a mí me dio un salto el corazón. “Pues no le vendría mal el consejo a mi amigo el sargento Gómez, que está cada vez más excitado con todo esto y…” quiso seguir Marcelo aún un poco, pero allí estaba la Carmen, que me dio una voz, que teníamos que subir ya y que se acabaran las lindezas. Que yo creo que la Carmen, que no es que me tuviera celos o envidia o nada de eso, porque era una chica muy buena, pero le daba algo de rabia o algo de penilla porque se comparaba conmigo y a ella también la hubiera gustado topar con un galán y no era así, pero era por mala suerte, porque la Carmen es guapa, ya le digo.

Nos vimos entre semana, sí, pero muy poco, que no había tiempo y a mí también me apretaban las labores del palacio. Yo ya servía bien las mesas y mi tía me dejaba sola para muchas cosas. El sábado y el domingo hubo mucho revuelo de invitados, toda España parecía estar en el dichoso palacio y la Patro todo el tiempo dando órdenes, que si tú para aquí, que si tú para allá. A mí me dijo que tenía que ayudar a servir la mesa de la reina, que todas éramos pocas para la cantidad de gente que iba a comer esos días allí. Aunque sólo me había mandado hasta entonces a comedores pequeños, yo ya sabía por qué lado había que servir y con qué ademanes hacerlo y me manejaba con el lío de cubiertos y de copas, que yo no sé para qué tantas, y con todas esas delicadezas que se tienen para tratar en una mesa de tanta alcurnia. Pero esta vez eran los más altos de todos y, qué quiere que le diga, me daba un ahogo de pensar que fuera a hacer algo mal y además dejar mal a mi tía, que tanto hacía por mí. Claro que ella también me remataba con tanto explicarme quién era cada cual, que todos eran lo mejor del reino. Me ponía delante de la mesa, en aquel salón tan grande, tan adornado, con esos mármoles y esos cuadros, con esos cortinones y esas sillas con semejantes tapizados, y me decía dónde se sentarían la reina y las niñas, Isabel y Luisa Fernanda, si asistían, y, luego, que en ese sitio iría el ministro Barrio Ayuso, que es un gran abogado, aquí San Román, ahí el duque de Alagón, la marquesa de Santa Cruz, el conde de Cerralvo, los embajadores de Francia y de Inglaterra, que ni entendía su nombre…

Cuartel del Pajarón, pintura de B. Montalvo de 1832, desde el que se inició el levantamiento

Pues eso, que nos vimos poco entre semana, pero lo suficiente para que yo estuviera en vilo y me siguiera haciendo ilusiones. Hasta hubo una noche que me desperté a la mitad y luego no pude volver a dormirme, y todo por él, el canalla. Bueno, don Fabián, que le digo canalla, pero como para desahogarme, que, de canalla, mi Marcel, nada. Todo lo contrario. Con decirle que cuando llegó, por fin, el domingo fui más feliz que nunca en mi vida. Y fue por él, claro. No, no piense, don Fabián, que fuera nada de eso, ya sabe, que fueran cochinadas, como dicen las chicas y luego se ríen con picardía. Perdone, don Fabián, que sé que usted no piensa así, fíjese que le hablé a Marcel de usted y él me dijo “pues debe ser un cura liberal, que también los hay, no te creas, no muchos, pero los hay; los que han venido de Madrid dicen que un capellán brindó por la libertad tras decir misa, fíjate”. Usted no, pero los curas no hacen más que apretarnos con eso y, ya ve…, si la mayoría de las chicas no tenemos la culpa, que son los mozos los que siempre están como animales, que se le quitan a una las ganas de casarse ni de nada con semejantes tarugos. Bueno, pues que ese domingo por la tarde él y yo nos fuimos solos, antes que los demás, hacia Los Asientos y qué precioso estaba todo y qué bonitas cosas me dijo, que me costaba creer y aún me cuesta que fueran para mí. Caminamos no sé cuánto, pero, a pesar de ir muy distraídos, el calor nos fue cansando y, para no sufrirlo tanto, Marcel me llevó a una poza que se sabía él, bastante apartada, con pinos alrededor, y metimos los pies en el agua, que no era mucha, pero la suficiente. Yo había preparado un poco de merienda, que estando en la cocina y por allí es fácil apañárselas, y nos sentamos sobre una peña muy cómoda, como si la hubieran hecho para eso, y, así, con los pies frescos, nos pusimos a comer. A él le encantó, que si chorizo como aquel no lo veían ni por asomo en El Pajarón, y ese queso no lo había probado tan rico, tan cremoso, que decía su padre que en Francia los quesos, que les gustan allí mucho, que son todos así de cremosos. Total, que yo tan contenta, que estaba tan a gusto… Bueno, me miro ahora las manos porque entonces el me las cogió y yo me alboroté un poco y pensé “vaya, con lo bien que estábamos, éste me va a poner ahora en un brete, es que he sido muy atrevida de venir los dos solos hasta aquí”. Además de que…, le parecerá una bobada, padre, pero, ya sabe, las chicas de pueblo no tenemos las manos delicadas, que eso lo da el no trabajar y los ungüentos que se ponen las damas, que las he visto en Palacio hacerlo, y tenía miedo de que no le gustaran. Pero ni se fijó en ellas, sólo me las apretó y se acercó un poco más a mí y me miró a los ojos de esa manera que me miraba, que era para enamorarme de lo bonito que era. “Qué preciosos tus ojos, mi amor”, empezó entonces a decirme; yo los bajé, pero me levantó la barbilla y me hizo que le mirara otra vez y siguió “eres la mujer más bonita que he visto en mi vida y eso que he corrido mucho por ahí”. Se paró un momento y miró hacia abajo, hacia los pinos y las peñas y me dijo luego: “El mundo está revuelto, ya ves cómo anda España, patas arriba, pero aquí en La Granja, contigo, es distinto. Mira qué paz, qué bonito, el cielo y el monte, el agua y tus ojos, sobre todo tus ojos… ¿Sabes cómo se dice en francés mi amor, que algo me enseñó mi padre?”. Y yo: “No, claro”. Y él, “se dice mon amour, ¿a que suena muy dulce?”. Ya ve, yo no sabía qué decir, ¿qué iba a decir?, sólo volví a mirarme las manos. El caso era que, fíjese usted qué bobada, que yo qué sé de francés, que era verdad que se me hacía agradable eso de mon amour y me lo aprendí bien, ya me lo está oyendo. “Pues tú eres mon amour, mi amor, y solo sueño con estar contigo y con que me dejes besarte”. Volví entonces a temer lo que le digo. Bueno, don Fabián, temerlo, temerlo, tampoco. Yo estaba ya trastornada y me gustaba estar allí con él y lo que iba diciendo y quién sabe qué hubiera podido conseguir de mí, pero el caso es, don Fabián, que él no es así y yo creo, aunque sea atrevida, que él me quiere de verdad, vaya usted a saber por qué le ha dado por ahí. Al grano: que yo volví a mirarle y él, entonces, me cogió la cara con las manos y me acercó los labios y me besó muy suave, muy suave, aunque, poco a poco, me abrió la boca y me besó allá adentro. Pero fue muy dulce y luego me dejó y solo me acarició un buen rato. Y yo, me da vergüenza decirlo, le dejé hacerlo y me gustaba y luego le besé yo, sin que él me lo pidiera, y estuvimos así un buen rato, como en el paraíso.

Vaya, mueve usted un poco la cabeza, don Fabián… acaso no estuviera bien ese atrevimiento… Bueno, gracias, don Fabián, es usted muy comprensivo… Ya sabe, usted también me ha enseñado que Dios quiere que usemos la cabeza, cada uno la nuestra, y, verá, no me tome como una descreída, pero que yo pienso para mis adentros que aquello si no estuvo muy bien tampoco estuvo mal, quiero decir como pecado y eso, porque para mí fue bueno. Marcelo ni abusó ni nunca ha sido grosero, él es bueno, yo lo sé, padre, porque así lo siento y es bueno aunque alguna vez me dijo que él no cree que haya un Dios mirándonos ahí, que Dios estará a lo suyo y que bastante le importará que unos infelices se den un beso. Ya ve.

Gracias, don Fabián, me deja usted más tranquila…

Bueno, pues sigo un poco más.

Pues, verá, ese domingo, volvimos cuando caía el sol y tuvimos que apretar un poco el paso. Por el camino nos contamos lo de esos días, por entretenernos y saber algo de cómo vivíamos cada uno. Yo le dije cuatro cosas de lo animado que estaba el palacio y él volvió con lo de la revuelta. Él es de la guardia real, no sé si se lo había dicho ya a usted, y su amigo Gómez, claro, también. Y me dijo que últimamente le extrañaba que le había visto a éste hablar algo apartado, hacia el Cambrones, con unos caballeros bien vestidos y como que lo hacían con secreto y que se le pasaba a él por la sesera que allí había algo de conjura, aunque vaya usted a saber, lo mismo eran conocidos o casualidad, que no es la primera vez que algún caballero se para a hablar con los sargentos, que, aunque les va más congeniar con los oficiales, tampoco rechazan a los sargentos. Claro, cómo no, si la misma reina tiene a uno a su lado. Que otro día me contó mi tía que ésta, la reina, había atravesado la sierra en navidades con toda la nieve, que se necesitan ganas, sólo para declarársele al mozo en Quitapesares, que yo no he estado dentro, pero dicen que es una finca de caza que le regaló en vida el rey a la regenta y, qué historias, ella la aprovecha para enamorarse de otro, que el rey don Fernando no debía de irle mucho. Bueno, pero ya me estoy yendo. Volviendo a mi sargento, qué cosas, don Fabián, mi sargento, seré bien boba, pues él no se había atrevido a preguntarle a Gómez, aunque han coincidido en muchos servicios en Segovia y tienen confianza, pero no para tanto y más en estas cosas de la política, que son peligrosas, me dijo. Y me repitió tres veces que saliera poco esos días, que le daba mala espina.

Y, vaya, la semana siguiente fue tan movida que Marcelo bien hubiera podido predicar, yo que sé, ¿no predicaban los profetas? Y a mí tampoco me fue muy bien en el palacio, pero ya se lo cuento mañana… Vaya, tampoco es tan tarde. Si le parece, le cuento ahora lo mío y dejo lo de fuera para mañana… Como guste, don Fabián… Pues lo que me pasó esa semana tiene que ver con la graciosa de la Carmen, esa con la que bajaba a la tahona y que le dije que era buena, pero vaya a usted a saber, porque, como quien no quiere la cosa, me metió en la boca del lobo sólo por librarse ella. Aunque había pasado el domingo, seguía habiendo muchísima gente en el palacio, que, ya sabe, aquí todo el mundo gorronea si puede y más los ricachones, que hasta se quedan para ellos las aves del cielo, que las llamaba así Jesucristo en una lectura muy bonita de misa. Y por eso seguíamos sirviendo a un montón de nobles y de personajes que llenaban los salones y comían de cada sentada, creo yo, más que todo este pueblo en todo el año. Pues, vaya, en una de esas, el martes, la Carmen viene deprisa hacia mí y me dice “anda, maja, sirve ese lado de la mesa, que no llego yo, que tengo mucho por ese otro y tú vas más liviana”. Yo no soy de discutir y, como podía hacerlo, aunque algo forzada, me fui para allá y serví a unos y otros, pero, válgame Dios, que llegué a donde la Carmen no quería estar, que luego ella me lo confesó, un poco arrepentida y llorosa. Y es que había un señor, un tal González, con cara de sapo, que, según me acerco para servirle, noto que me mete una mano entre los pliegues de la falda…, vaya, don Fabián, no sé si contárselo tal cual, …, gracias, don Fabián, pues sigo… y me tantea y me tantea, haciendo como que mira para otro lado. Yo me quedé como una tonta que no supe qué hacer, me daban ganas de darle en la cabeza con el cucharón, pero me contuve, no fueran a volverse las tornas contra mí, que nadie iba a creer a la sirvienta y no al señor. Así que me aparté como pude y me metí en una cámara pequeña que hay allí al lado del comedor para calmarme el sofoco y, luego, salí y esperé a la Carmen para ponerle las brevas a cuarto. Pero ella estaba atareada en otra mesa y, en eso, apareció la Patro y sin que con el azoro me decidiera a contarle nada, me hizo gesto de que cogiera las bandejas y sirviera. Claro, una no es tonta y me las apañé esta vez para rodear la mesa por otro sitio y salir airosa. Pero noté que el tío sapo aquel me había vuelto a localizar y me miraba con descaro. Yo hice como si nada y volví a entrar a por más fuentes. Pero, don Fabián, no se puede imaginar el susto cuando en una de esas voy a salir a servir y me encuentro al asqueroso, medio oculto tras unas cortinas, y me coge y me echa para un lado como para besarme y a mí casi se me cae la bandeja que llevaba y ya estaba a punto de gritar, que no sé qué hubiera pasado si lo hubiera hecho, que menos mal que en eso apareció mi tía como el ángel de la guarda y dijo con voz de trueno “qué hace usted, deje a mi sobrina, malnacido, o le parto la cabeza con este badil”, que había uno al pie de la chimenea y la Patro lo cogió como si fuera el rey de bastos. El tiparraco dudó un momento, pero enseguida me dejó y salió. Pero, fíjese, don Fabián, lo que son las cosas y las injusticias, que fue salir él y entrar como un rayo una señora que resulta que era su mujer, con una cara agria que daba miedo, y se vuelve hacia mi tía y le dice por lo bajo que soy una puta calienta calzones y que me echa ella o ya se encargará ella misma de echarnos a las dos. A lo que mi tía, la pobre, sin perder la compostura, le respondió, también con voz baja y taimada, que se diese la señora baronesa, que ese título parece ser que tenía, que se diese por contenta de que no fuéramos nosotras a quejarnos, que ya sabía que lo de su marido era bien conocido en palacio y pudiera ser que fueran ellos los que no volvieran a ser invitados. Bueno, pues la tal baronesa, que se veía que la comían las ganas de sacar los ojos a mi tía, se tragó la furia y se dio la vuelta y se marchó. Luego, la Patro, que me quiere, ya se lo he dicho, pero es muy dura, se me volvió y me soltó, sin más, “hale, ya sabes que aquí no es todo oro lo que reluce, así que espabila y sigue sirviendo”. Aunque no volví a verles, ni al uno ni a la otra, la verdad es que los días siguientes anduve un poco preocupada y se me venía a la cabeza el susto del muy cabrón y me removían las tripas. Y pensaba también en qué diría Marcelo si se enterara, en fin, quiero decir que una no sabe nunca cómo van a reaccionar los hombres. Pero la Patro, que se lo conté, me mandó a paseo, que aquello no iba a ningún sitio y que ni a ella, la Patro, la jefa, ni a su sobrina las chuleaba nadie, aunque fuera Grande de España y menos unas cagarrutas de barones como aquellos. Con eso me fui distrayendo y ni siquiera me acordé de contárselo luego a Marcelo, que, mejor, porque quién sabe cómo se hubiera puesto y si hubiera habido alguna agarrada.

Ahora sí corto. Le beso la mano y hasta mañana, don Fabián.

[Continua la próxima semana]

La Granja, mon amour (Capítulo 2)

La Granja, mon amour (Capítulo 3)

La Granja, mon amour (Capítulo 4)

Jesús A. Marcos Carcedo

Ver todos los artículos de

IDEAL En Clase

© CMA Comunicación. Responsable Legal: Corporación de Medios de Andalucía S.A.. C.I.F.: A78865458. Dirección: C/ Huelva 2, Polígono de ASEGRA 18210 Peligros (Granada). Contacto: idealdigital@ideal.es . Tlf: +34 958 809 809. Datos Registrales: Registro Mercantil de Granada, folio 117, tomo 304 general, libro 204, sección 3ª sociedades, inscripción 4