Adora, la gitana, con su familia

Francisco Ávila: ‘Adora la gitana’ (2)

A mi hermano Manuel, conocedor de esta zona baja, se le veía preocupado por una familia de gitanos que él sabía que se encontraban, allí al amparo de estas inmediaciones devoradas por la crecida del agua y sin saber qué había sido de ellos. Se lamentaba constantemente durante el trayecto del camino porque, según él, ya eran varias las veces que esta familia había tenido que abandonar el asentamiento elegido e instalarse en otro lugar más seguro, protegido de los temporales del agua a causa de las tormentas veraniegas. Le iba comentando a su amigo que, por la experiencia que él tenía de desbordamientos anteriores y según el alcance del agua de este año, no les quedaría más remedio que levantar de nuevo su campamento y recomendarse a otros agricultores que les permitieran cobijo en otro lugar más resguardado para la familia.

No había terminado mi hermano de hacer este comentario con su otro amigo. Manuel cuando, de pronto, un ruido atronador, acompañado de fuertes rayos, descargaba grandes gotas de lluvia sobre los cuatro. De inmediato, la humedad del agua se dejó sentir en las partes más frágiles de nuestros cuerpos. Era tal la severidad del agua que nos caía encima, que corrimos precipitadamente por las quebradas veredas hasta refugiarnos en una casita blanca, propiedad de don Ángel. Allí, este señor estaba construyendo un pozo donde poder sacar agua de riego para las cosechas de verano, a bajo precio por hora, del mismo modo que había otros instalados en varios cortijos del entorno con este fin.

En aquel lugar estuvimos metidos los cuatro amigos en tanto que escampaba y se nos secaba un poco la humedad de la ropa en el cuerpo, viendo la enorme profundidad del pozo y, al mismo tiempo, percibiendo un fuerte olor a petróleo producido por el motor de elevación del agua a la superficie. Por cierto, el pozo no tenía ni protección en su diámetro de embocadura ni percibía luz alguna, ya que la única ventana que había estaba cerrada. Sólo había el reflejo que producía la puerta de entrada, entreabierta para los regantes que solicitasen el agua, y unas concavidades en los muros por donde se colaba la luz exterior de los tubos conductores del agua portadora a las acequias.

Junto al pozo vivía una familia con seis hijos: cinco hembras y un varón. Dos de ellas eran, aproximadamente, de mi edad y otras dos, de la edad de mis hermanos mayores. Lo supimos después con el tiempo, por estar cerca de nuestra finca y verlas a todas horas del día dedicadas a las labores de la casa. Siempre que pasábamos por allí camino de la finca, alguna de ellas, sobre todo las más mayores, agachaban la cabeza sobre el bastidor del bordado e insinuaban algo atrevido a mis hermanos mayores por debajo del soporte. Pero lo que a mí más me sorprendía era que, tanto los padres como varios de los hijos del matrimonio, se llamaban igual: Ángel, Ángeles, Angelito y Angelitas, la más pequeña.

Estuvimos allí sin que nadie de la familia, ni siquiera el guarda de este sector bajo del campo, supieran de nuestra presencia.

Mi hermano Manuel quería regresar de inmediato a Maracena para darles la buena noticia a nuestros padres; comunicarles que nuestra finca se había quedado esta vez en puertas de ser devorada por la crecida del río. Pero nosotros —Manuel Espigares Legaza, su hermano Miguel y yo— no nos queríamos ir del lugar. Había dejado de llover y la ropa, con el calor del cuerpo, ya se nos había secado. Por lo que insistimos en acércanos al río para ver por dónde se había desbordado esta vez el agua y a qué altura.

El problema que había era que no sabíamos por dónde cruzar para poderlo ver lo más cerca posible. Optamos por rodear la corriente del agua en dirección a la Trampa. Un paso improvisado con tablones y cuerdas por los labradores de las fincas colindantes para pasar de un lado del río a este otro, y que conectaba con el pueblo de Purchil cuando este llevaba más cantidad de agua en su caudal.

Al igual que nosotros cuatro, habían acudido a este lugar cantidad de personas mayores y niños para ver la crecida del río. En particular, agricultores y gentes que, en algunas ocasiones, hacían este camino de la Trampa que conectaba con la ciudad de Granada sin tener que desplazarse al Puente de los Vados, donde estaba la entrada original al pueblo de Purchil.

Entre todos ellos sólo había una mujer, era Adora la Gitana. Se la veía a la mujer muy inquieta y pesarosa, hablando con lágrimas en los ojos con José Molinero y su hijo Juanito de unos ocho años.

Molinero era un labrador del pueblo de Purchil que tenía una finca y varios grupos de secaderos de tabaco por encima de nuestros doce marjales. Este señor no hacía nada más que tranquilizar a la pobre mujer diciéndole que no llorara, que lo más principal era que no tenía nada que lamentar respecto a su familia, que tanto su marido como sus cuatro hijos estaban a salvo. Por lo demás, que él los ayudaría como siempre, en todo lo que les hiciera falta para reconstruir de nuevo su vivienda, que se podían instalar en la finca donde él tiene los secaderos de tabaco. Un lugar donde probablemente, por lo elevado del terreno donde están construidos, allí nunca llegaría la crecida del río en sus inundaciones.

Mi hermano Manuel se puso muy conforme con esta fresca noticia. No solo por la estrecha amistad que llegó a tener con Adora y sus hijos mayores, Rafael y María, a quienes conoció en el tiempo que llevaba bajando a trabajar a nuestra finca, ya que, en sus ratos libres, se lo tenía todo recorrido. También porque ahora, con las prometedoras palabras de José Molinero, ofreciéndoles instalarse cerca de los secaderos de tabaco, los tendríamos a todos como vecinos: la finca de Molinero estaba junto a la nuestra.

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Francisco Ávila

‘El Poleo’

Autor de ‘Adora la gitana’

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