[Viene del capítulo anterior]

Pues, don Fabián, hoy termino con la matraca, pero, bueno, digo yo que ha sido usted el que ha querido que se la diese. Además, ya le he dicho que mañana, Dios mediante, me voy…

Bueno, pues después de aquella noche del diablo, todo amaneció tranquilo, aunque bien hubiera podido ser de otra manera porque si les da por venir de Madrid con otros regimientos o compañías o lo que sea a liarse a tiros, a saber cómo hubiéramos acabado. Volvieron los oficiales de Madrid y no hicieron nada, como si con ellos no fuera el asunto y no quisieran enterarse de aquel alboroto. En la cocina, cuando yo llegué, ya todos sabían que se cambiaba el gobierno y que ese Istúriz corría que se las pelaba para salir de España. Y digo yo que todo esto habrá sido por algo más que por los pelagatos de los sargentos, que ya me había dicho la Patro cuando llegué lo mismo que había repetido el Gómez, que toda España estaba muy revuelta.

Isabel II niña, por J. Madrazo. Tenía sólo 5 años cuando el motín.

Una de las cocineras, que se la veía que tenía ganas, saltó de repente entre risotadas que también se decía que la Patro y su sobrina iban para ministras, que con unas hierbas eran más capaces de engatusar a la reina que los abogados de la corte con esos discursos tan retorcidos. Pero la cosa, don Fabián, no pasó de ahí, nadie volvió a acordarse de nosotras y todo se quedó en esa chanza. Pero, eso sí, algo sacamos, porque, sin saberlo, algo habíamos estado a punto de perder. Y fue que a la Patro, a media mañana, la llamó la camarera mayor y mi tía, que subía temblando, creyó que eso era que nos echaban a las dos de palacio para siempre. Pero, qué va, la señorona no era rencorosa, se conoce o yo qué sé qué le habría dicho la reina, el caso es que le dio una buena propina y la felicitó por la ayuda prestada a la reina, aunque, no lo olvidase, debía mirar que el atrevimiento de su sobrina no se volviera descaro. Y, fíjese lo que son las cosas, iba mi tía ya a hacerle la reverencia para salir de la sala cuando aún la señora le dice “doña Patro, sepa usted también que la queja que ayer mismo presentó contra usted cierta baronesa no será tenida en cuenta”, cierta, ya sabe usted, porque es una manera fina de no decir el nombre. Fíjese, fíjese, don Fabián, hasta dónde llegan las injusticias, que encima ella nos quisiera amargar la existencia a nosotras que sólo nos defendimos del asqueroso de su marido, que es al que debiera ella ir a denunciar… En fin, perdone que me encienda. Y me dijo también la Patro que aquello no era solo por nuestra cara bonita, que aquel González y su baronesa eran de los de Istúriz, los que ahora tenían que tomar las de Villadiego, lo quisieran o no.

Fernando Muñoz, por V. Carderera. También sargento, era el apasionado amor de la reina regente desde tres años antes.

Lo mejor fue por la tarde, que Marcelo me avisó para que saliera a pasear con él. Y fue vernos y se nos iluminaron los ojos a los dos, que habíamos tenido mucho miedo de que nos hubiera pasado algo al uno o al otro aquella noche. Nos lo contamos todo deprisa, deprisa, con ganas de desembuchar, que es que teníamos aún el corazón encogido y al hablarlo se nos hacía más liviano. Gómez le había contado que me había visto en el servicio de la señora y que les había tratado muy bien. Cuando terminamos, cogí del brazo a Marcelo y le llevé a la capilla de los franciscanos… sí, los de la orden tercera, don Fabián. “Tenemos que dar gracias porque todo haya terminado bien, Marcelo”, le dije. Y él me siguió y se sentó a mi lado mientras yo rezaba unos padrenuestros de rodillas. Allí hay muchas imágenes, ya sabe usted, don Fabián, pero yo me fijo sobre todo en la Virgen y en san Roque y siempre les pido a ellos por todos. Total que después me levanté y le cogí de la mano y le llevé a un rincón, “ves, ese es san Roque y es el patrón de mi pueblo, es el que enseña las llagas en la pierna y le lame la sangre el perro, pobrecillo…”.

Marcelo me escuchaba callado, luego bajó la vista y me dijo “mira, yo no soy muy de misas, esto de los santos, si lo piensas bien, son historias increíbles”. “¿Cómo que increíbles?”, le dije yo, “pues a mí me parece que era gente buena porque siempre ayudaban a los demás y creían en Dios”. Y él: “Bueno, yo qué sé. Pero, fíjate, es que a los pueblos no os llegan las cosas, pero en Madrid hay muchos que no quieren a los frailes, dicen que el país está atrasado por ellos, que los curas son buenos, pero que los frailes no”. Y ya ve usted, don Fabián, tampoco es que aquí no nos llegue nada, que ya sabe que hay quien no quiere pagar los diezmos y esas cosas y quién sabe si no tienen algo de razón, que los frailes puede que abusen. Pues, bueno, no paró con eso y va y sigue, “mira”, porque dice muchas veces mira, “tampoco te creas que soy yo de los que la trama con los frailes. Hace dos años, en el verano justo, estaba yo pasando un permiso en casa de mi madre en Madrid, que ya te he dicho”, era verdad, me lo había dicho ya antes, “que mi madre tiene una tienda de paños en la plaza de la Cebada, que es de mi abuelo, mientras viva, y la gente se alborotó porque había una peste con muchas muertes y decían que era que los frailes envenenaban el agua y se fueron muchos contra el convento de san Francisco, que está allí al lado, y mataron a no sé cuántos, más de cuarenta. Pero mi madre y yo guardamos a un par de ellos que se escaparon por las callejas, porque los franciscanos son buenos, allí tienen un hospital, también como estos, de los terceros, y a mí me han curado muchas veces de niño”. Yo no le dije nada, sólo le cogí de la mano y me volví hacia el altar y pensé que qué más me daba a mí, que él crea lo que quiera si es tan bueno que hasta amparó a los frailes, y que yo le daba gracias a Dios por estar los dos allí y en paz.

Celebraciones anuales de la sargentada en La Granja.

Al salir de la iglesia, vimos a unos compañeros de Marcelo que nos dijeron que iban al palacio. “¿Cómo que al palacio?”, saltó él, “¿es que hay otra vez lío?”. Y ellos, muertos de risa: “Que no, hombre, que no, tranquilo. Que es que esta tarde nos dejan entrar a los jardines, para verlos un rato. Que algo ha ganado ya el pueblo…“ y se pusieron a gritar como tontos viva la Pepa y se alejaron haciendo el borrico. Marcelo se lo pensó un poco y va y me dice que por qué no, que vayamos los dos a darnos un paseo por los jardines también. Así que cogimos y subimos para allá y en un pis pas estábamos pasando la verja y nos metimos por las alamedas. Que qué tremendos aquellos arbolazos y todo tan cuidado y tan verde, que, ya ve, nosotros tan pánfilos que aquí sólo vemos cuatro fresnos rechonchos y, más que nada, misiegas y si te descuidas te picas con los cardos. Aunque yo me había parado alguna vez a mirar por la ventana, nunca había tenido que pasar por los jardines ni que servir en ellos y, al estar allí, entre ellos, se me hicieron preciosos, que lo decían mucho los sirvientes, que qué maravilla eran. Eso sí, sólo estaba abierto un lado, por la derecha, y caminamos los dos como arrebolados mirándolo todo, yo cogida de su brazo, tan a gusto. Llegamos a una fuente enseguida y había mucha gente alrededor, porque echaba un chorro muy fuerte, que yo no sé cómo lo harán para que llegue tan alto y aquí nosotros con los cántaros que nos deslomamos, y había a nuestro lado unos señores bien vestidos que hablaban entre ellos y la llamaban la fuente de la fama, ya ve. Luego seguimos al fondo y llegamos a otra que eran todo figuras de mujeres, mujeres desnudas que se metían en el agua, fíjese usted, que a qué viene eso, que aquí nos enseñan a ser recatadas y los reyes tan católicos que dicen que son y tienen esas estatuas tan ligeras. Bueno, no se crea que era la primera vez que me fijaba en esto, que dentro del palacio hay también cuadros y figuras desnudas, pero aquí, no sé por qué, me llamaban más la atención. Y fue como si Marcelo me hubiera conocido el pensamiento porque va y me salta que qué me parece, que vaya diferencia entre la iglesia, todos tan vestiditos, y estos así, como Adán y Eva. Y, según me lo decía, me pasó el brazo por la cintura y lo hizo con un poco de picardía y, claro, yo pensé ahora sí que la hemos liado con tanta fuente y tanta leche, que me va a poner en un apuro delante de todos.

Pues sí, Marcel, que le voy a llamar ahora así, que me gusta, se había embravecido, por lo visto, y me cogió del brazo y un poco de la cintura y me llevó detrás de la fuente, que había allí como un apartado muy espeso y, qué quiere que le diga, se puso a besarme y a tocarme por aquí y por allá, que no le voy a dar más detalles, que para qué, don Fabián, que usted ya se los puede suponer y, además, no estamos en confesión. Y yo le dejé y es que me gusta que me quiera y yo también le abracé y le besé. Después nos sentamos en un banco muy adornado que había tras unas matas y, más tranquilos, él volvió a mirarme y no dejaba de mirarme y mirarme, sobre todo a los ojos, pero esta vez no decía nada. Yo tampoco, que siempre me corto en éstas, pero, eso sí, también le miré a la cara y así estuvimos tan bien, que si los querubines del cielo lo pasan así son de envidiar… Ya, don Fabián, perdone, es una tontería lo que digo, que los santos ángeles me perdonen… Y, entonces, a mí se me escapó, ni lo pensé, de verdad, se me escapó decirle mon amour y le agarré de la mano, ya ve qué tontería, eso sí, con la cabeza agachada. A él se conoce que le hizo gracia y abrió los ojos de sorpresa, pero luego me apretó la mano y repitió mon amour y acercó su cara a la mía y me dijo muy suave al oído que me quería y que quería que viviéramos juntos siempre y me cogió la cabeza con las manos y me volvió a mirar a los ojos y siguió muy bajito, con una voz suave, con que era así, que yo era su amor, “eres mi amor, te lo dije cuando te conocí y ahora te lo digo con más empeño, mon amour”… Y así seguimos un buen rato y no me paro más en ello, don Fabián, que me gusta recordarlo, pero también me da tristeza, hasta que vuelva a verle.

Luego salimos de los jardines, que paseaban muchos todavía por allí y, fíjese qué cosas, con tanta suerte que al coger la calle había un coche con el equipaje preparado y era ni más ni menos que la baronesa de mis clavos, que su González le daba la mano para que subiera. Me dieron ganas de contarle la tontería a Marcelo, pero me acordé del propósito que me había hecho y sí, se lo conté, pero como si no hubiera sido conmigo. Le dije, con una mueca de asco: “Ese del coche es un sinvergüenza, de esos que andan tocando a las sirvientas, que de eso tiene la fama y yo le he visto hacerlo con una, que le da lo mismo que le sobre el dinero, que debe ser un abogado de Madrid y por eso más sinvergüenza. Menos mal que se va, que dicen que es de los de Istúriz y están todos haciendo las maletas”. Y Marcelo se puso a mirarles con algo de descaro, que menos mal que ellos estaban a lo suyo, y saltó “pues, mira, me alegro que esta revolución haya servido por lo menos para esto, que yo no soy tan revolucionario como Gómez, ya lo sabes, pero hay que reconocer que hay que echar a unos cuantos, que estos así yo les abría un buen agujero en donde tú te imaginas”. Y lo dijo con la voz dura, que daba algo de miedo, que hice bien en no contarle que había sido a mí, no fuéramos a tener un disgusto y, además, aquello lo cortó bien mi tía. Pero sí, qué gusto daba que los sargentos hubieran echado a los asquerosos mamelucos como ése.

Luego, en el pueblo, vimos a Gómez delante del café, que le rodeaban muchos y él estaba tan contento de ser tan importante. Yo me quedé un poco detrás y Marcel se metió entre ellos para enterarse de por qué estaban discutiendo. Y era que algunos querían traer cañones de Segovia por si venían con soldados de Madrid a meterles en cintura. Pero me dijo Marcelo que no era fácil que pasara ya nada, que Gómez sabía que vendrían a negociar con él, alguien de Madrid se lo debía haber soplado. Marcelo decía también que cómo iban a venir con otras tropas, que qué peligro para la reina y para su madre, que eso era imposible. Gómez me atisbó todavía entre las cabezas de los otros y me hizo un saludo con la mano, como una reverencia.

El Mar, estanque artificial situado por motivos hidráulicos en lo alto de los jardines para proporcionar el agua que necesitan las fuentes del palacio.

Pues así fue, don Fabián, no volvió a haber revuelos, ni revoluciones ni nada. Vaya, ni nada, no, porque me contó Marcelo que había venido un ministro de Madrid y había tenido sus más y sus menos con Gómez y con Higinio. Pero la gente en La Granja ya no se enteró mucho de esto y estaba muy contenta, hasta los del servicio, tan simplones, estábamos más alegres que de costumbre, como si por los sargentos dichosos el mundo fuera a cambiar del todo y fueran a atar los perros con longaniza. Bueno, algo sí nos llevamos porque nos dieron una propina que no esperábamos, mejor que la de otras veces. Pero, como no todo el monte es orégano, ya se sabe, nos mandaron para casa antes que nunca, que es que la reina se volvió a Madrid nada más pasar la Virgen de agosto y muchas sobrábamos ya allí. Pero, ya ve, padre, yo soy una ignorante y dirá usted que a qué digo nada, pero a mí, aunque pasara tanto miedo, me gustó todo aquello, como que fue algo bueno, que se respiraba mejor o algo así, que los sargentos no estaban tan locos… Claro, como que dicen que Gómez es ahora un señor, que salió todo Madrid a verle cuando se fue para allá, como un héroe, vamos.

Marcelo, bueno, Marcel, y yo nos vimos todas las tardes y seguimos hablando de nuestras cosas y…, bueno, ya está, don Fabián. Le he contado lo que usted me pidió, lo que pasó allí en La Granja, lo de España y todo eso, y un poco de lo que me pasó a mí, que se tiene que quedar usted tranquilo, don Fabián, que voy a hacer vida con un hombre bueno. Yo le quiero, don Fabián. Es sencillo, como si fuera de aquí, pero un poco distinto, con una chispa en los ojos, no sé… Y él me quiere, no se preocupe por mí… Quiere dejar el ejército, ahora tiene algo de dinero, pero ya veremos…

Vaya, le he contado más que un poco de lo mío, quizá le haya molestado, no sé… Pero usted, don Fabián, lee libros, entiende a la gente, ¿a quién se lo iba a contar mejor? Tenía que desembuchar, don Fabián, lo tenía todo tan dentro que me arañaba un poco. Así estoy mejor. Gracias, padre…

Pero … si es muy tarde, vaya que lo es, y yo sin levantarme de la silla… Adiós, don Fabián, gracias y quede con Dios… perdone, que sé que usted siempre lo está…

F I N

Pérez Galdós, por Sorolla. Recreó el motín en Luchana siguiendo la narración de Alejandro Gómez, sargento participante.

La Granja, mon amour (Capítulo 1)

La Granja, mon amour (Capítulo 2)

La Granja, mon amour (Capítulo 3)

La Granja, mon amour (Capítulo 4)

Jesús A. Marcos Carcedo

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