El río se había desbordado esta vez cerca de una finca que labraba el padre de José Asencio, «El Clemente». Por lo visto, había un recodo donde se fueron acumulando palos y ramaje de todo tipo de arbustos arrancados de cuajo por la corriente, lo que provocó el desbordamiento. Esto hacía que la fuerza del agua socavara cada vez más las orillas donde, imprudentemente, Miguel y yo estábamos subidos para verlo bien de cerca. Imprudencia que nos podía haber costado la vida, a no ser por un hombre que estaba allí con su azada queriendo taponar parte del agua que se filtraba para su finca. Al vernos allí subidos, nos gritó:
— ¡Chiquillos! ¡Quitaos de ahí! ¿No sabéis que, con la fuerza del agua, ahí estáis en peligro?
Fue quitarnos del montículo donde estábamos subidos, cuando una tromba inesperada de agua se llevó todo río abajo. Nos quedamos paralizados, boquiabiertos, con la expresión de terror en los ojos viendo cómo el montículo iba luchando a contracorriente cual barco a la deriva, hasta ser devorado y tragado por la fuerza de la crecida del agua.
Regresamos otra vez desandando el camino por donde habíamos venido. En todo ese trayecto, mi hermano y su amigo Manuel, el de Salaíllos, no dejaban de comentar nuestra imprudencia, diciendo que nunca más consentirían que viniéramos con ellos:
—Si no son los pájaros de colores, son los lagartos o las ranas o los sapos… o cualquier clase de bichos que los tienen embobados a los dos. Y ahora…, con el agua, lo mismo. ¡Como si no hubiésemos visto nunca una riada como esta! ¡Cuánto me arrepiento de que hayáis venido con nosotros!… En cuanto lleguemos a Maracena, le voy a contar a mama vuestro atrevimiento y la vergüenza que hemos pasado con ese hombre que, por ser mayores, nos ha culpado a nosotros dos de vuestra imprudencia.
Al año siguiente ya no quedaba ni rastro de los secaderos de tabaco de la viuda del Tortas, ni de la gran riada. Eso sí, en su lugar crecían cantidad de chopos alineados por calles que apuntaban al cielo.
Nuestra finca acabó como metida en un cuadrilátero, rodeada de estos árboles de fácil crecimiento que, a su vez, corrían un tupido velo plateado sobre el horizonte, haciendo imposible la perspectiva de la que, hasta ahora, habíamos disfrutado tanto. Después, reclamo de pájaros de todas las especies habidas y por haber que llenaban con sus trinos mañaneros toda nuestra melancolía…





