La promesa de Molinero hecha a Adora y a su familia ya era evidente. La familia se había instalado aquí, junto a nuestra finca y frente por frente al grupo de secaderos del señor Molinero.
Era una vivienda construida por ellos mismos, de palos y cañas, con muros y tapias de adobe; una especie de argamasa de barro mezclado con arena y paja. Estaba distribuida de esta manera: un salón cocina-comedor, dos dormitorios, un aseo personal y un cuarto de almacenamiento donde se encerraban toda variedad de cereales y frutos que se cultivaban por esta zona baja próxima al río Genil, como trigo, cebada, maíz, garbanzos, habichuelas, patatas, tomates, pimientos secos, unas cuantas ristras de cebollas y pimientos choriceros acompañados de dos hojas de tocino añejo que goteaban su lustre entre las cañas ahumadas de la techumbre. Paralelo al cuarto almacén había también un cuchitril donde, habitualmente, gruñían hambrientos dos marranillos blancos. Unas jaulas con conejos caseros, una cabra y unas cuantas gallinas que se recogían, ya colada la tarde, de las próximas choperas.
El matrimonio de Adora y Rafael ya contaba por ese tiempo con cuatro hijos —Rafael, María, José Antonio y Emilio— y un sobrino de la misma edad de su hijo Rafael que estuvo viviendo unos cuantos años con la familia.
Adora la Gitana era una mujer alta y fuerte, de pelo rubio tirando a castaño, de ojos azul claro y brazos largos. Y una buena administradora de su casa. Nunca se la veía a la mujer parada. Cuando no estaba trabajando en su casa, iba a escular remolachas o a arrancar linos. O gastaba todo su tiempo segando mies de trigo en verano, que era su especialidad en el campo, ajustándolo por fanegas o marjales a todo aquel que solicitaba su servicio. Otras veces se la veía espigando por los rastrojos o arremangada buscando caracoles por las recientes choperas de los señores Peraltas colindantes a su vivienda, puesto que los había en cantidad para aliviar el apetito de sus cuatro hijos y de los posibles que vinieran en camino al mundo. Casi siempre se la veía a la buena mujer en estado de buena esperanza.
Rafael, en cambio, era un hombre más tranquilo, más partidario de disfrutar de las horas libres a la sombra de la alameda. Se sentaba habitualmente en una silla baja de palos torneados y asiento de aneas, quedándose completamente dormido bajo su sombrero raído de fieltro.
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