Preparando a un mulo para la trilla en mitad de la plaza de la Era Baja ::F. AVILA

Francisco Ávila: ‘Adora la gitana’ (6)

En 1946 otra gran riada se apoderó, esta vez, de nuestra finca, abriendo un cauce por medio que nos dejó el haza dividida en dos. Por suerte, la vivienda de Adora, como sospechaba José Molinero, no sufrió desperfecto alguno; incluso la cabra que tenían se salvó montándose en una garbera de leña que acondicionó la familia detrás de la vivienda.

La crecida del agua buscó una salida de escape por nuestro terreno, que estaba en un plano más bajo, para seguir su curso en cuanto al caudal del agua desbordada. Y parece ser que las piedras, la arena y todo tipo de troncos, arrastrados hasta aquí desde los cofines del mundo, encontraron un lugar donde refugiarse a la sombra aliviadora de la alameda de la viuda del Tortas y de los señores Peraltas.

Aconsejados por nuestro padre, mis hermanos y yo estuvimos varios meses sacando piedras y arena a los cornijales, formando una montaña descomunal en cada extremo de la finca que, con el tiempo, se convirtió en refugio de cantidad de familias de lirones y hormigas rojas que aprovechaban el día y la noche para recorrerse los surcos de los sembrados, dañando la mayor parte de los frutos que encontraban a su paso. Tanto era así que, a partir de entonces, no recogeríamos ni una sola patata ni un tomate que no tuviese un agujero hecho por los lirones o las hormigas rojas. Eso sí, los troncos y palos en buen estado le valieron a nuestro padre de rastras y puentes en los capialzados de un secadero que se construyó en el patio de la casa para colgar los tabacos.

Para este tiempo ya se habían sembrado los chopos de los hermanos Peraltas. Nosotros también nos veríamos abocados a sembrar nuestra finca de estos chopos larguiruchos de fácil crecimiento llamados negritos. De momento, mi padre prefirió seguir sembrando los doce marjales como de costumbre, ya que contaba con todos sus hijos para tenernos ocupados. Pues, aunque no hubiese nada que hacer en el haza, mi padre siempre nos mandaba a vigilar el agua.

Cuando la finca estaba descansando de los variados frutos, tenía por costumbre meterle un buen guiado de agua permanente, para que la tierra se librara de toda comezón de bichos y, al mismo tiempo, disfrutara del beneficio de la falta de abonos. Para ello, nos hacía levantar unos caballones enormes a todo alrededor de los doce marjales. Y claro, para conseguir que el agua no le faltase en ningún momento, uno de nosotros teníamos que estar todo el día vigilando el seguimiento de la arteria del agua. Arteria que bajaba en un recorrido de dos kilómetros para llegar hasta aquí desde el cortijo de Terroba, donde estaba el tomadero de la Acequia Gorda; que era el que regaba todo el Tercio con sus dos caños enormes, incluyendo el agua del pozo de Terroba, y que también pertenecía a este ramal.

Nosotros nunca, que yo recuerde, regamos nuestra labor con agua sustraída de estos pozos bienhechores. Excepto en una ocasión en que mi padre se empeñó en regar a calderos con agua del pozo de don Ángel, que lo teníamos a dos pasos, para humedecer las plantas de tabaco que había sembrado este año. Él decía, y llevaba toda la razón, que el inconveniente que había con el pozo de Terroba era la distancia, pues, aunque contara con más caudal de agua por segundos que el de don Ángel, se perdía la mitad de ésta en el camino.

—En verano es una pérdida de tiempo contratar el agua del pozo de Terroba —nos decía—. La tierra está muy reseca y nadie quiere ser el primero en hacer que fluya el agua con normalidad por la acequia. Y, en este caso, nosotros somos los últimos en regar por este ramal.

El verano de 1947 fue un verano muy seco. En todo el invierno apenas había llovido y escaseaba el agua para los cultivos de verano, viéndose muy afectados. Si querías sacar el fruto para adelante, tenía que ser contratando unas horas de agua de los pozos que se habían puesto en funcionamiento. Además, ese año —como se ha dicho anteriormente— los doce marjales estaban sembrados de tabaco, por lo que mi padre decidió contratar unas cuantas horas de agua del pozo de don Ángel.

El inconveniente era que, para poder regar, había que hacerlo a base de calderos, ya que este ramal estaba un metro por debajo del nivel de nuestra finca. Ante esa imposibilidad de riego y para retener el agua, nuestro padre ideó hacer una presa en la acequia lo más cerca posible de nuestra finca. Con nuestra ayuda, nos pasábamos los calderos de agua de uno en uno, hasta conseguir montarla en el haza y que la fluidez del agua corriese alegre mojando todos los surcos de las plantas del tabaco.

Esta proeza y muchas más inventadas por nuestro padre debido a su estatus económico, provocaba que no hubiese un solo día en el que no nos recomendara algo que hacer en el haza del río. Cuando no era levantar caballones gigantes para encauzar el agua por si se le metía un guiado o para regar la superficie a manta, era tener que arrancar las matas de las patatas para enterrarlas en los mismos surcos donde estas habían nacido y mejorar los frutos posteriores. Otras veces era sacar la mies de las habas o el trigo una vez segado, para aventarlo en otras eras más distantes de nuestra finca donde corriese mejor aire para el trabajo de la trilla.

El caso es que nuestra finca de doce marjales, a consecuencia del desbordamiento del río, se había quedado metida en una umbría rodeada de chopos donde apenas corría un soplo de aire. A partir de entonces, ya no era lo mismo aventar la mies del trigo y las habas como se hacía en la otra finca que teníamos en la Barriada de Bobadilla, junto al Camino Viejo y frente por frente del cortijo de Facio.

Redacción

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