El próximo sábado se presentará, a las 11, 30 horas, en el Centro Cultural Medina Elvira de Atarfe, Días de siembra, la nueva novela de Pedro Ruiz-Cabello Fernández, publicada por la editorial Samarcanda. La obra se compone de dos partes, de dos historias que tienen elementos en común: con Luces de otoño, novela publicada anteriormente por Ediciones En Huida, constituían una especie de trilogía. La acción en las tres historias se sitúa en un pueblo de campo en diferentes periodos del siglo XX.
En la primera parte, titulada La renuncia, se cuenta la vida de Miguel, un joven que contrae a una edad temprana una afección cardiaca que le impide vivir con normalidad y que lo obliga a renunciar al amor que comienza a sentir por una vecina. Sustentado en la fe que le transmite la madre, logra afrontar con entereza y resignación cristiana la enfermedad y las limitaciones con las que se encuentra. La historia transcurre en un tiempo muy complicado para el país: él mismo, a pesar de estar enfermo, es objeto de una brutal paliza, de la que está a punto de morir; gracias a los nobles principios en los que cree, es capaz de perdonar a sus agresores, como había hecho una tía suya unos años antes con los asesinos de su marido. La novela, según el autor, reivindica de alguna manera una memoria histórica basada en el perdón. La política, mal ejecutada, arrastra al pueblo, lo divide en bandos antagónicos, destruyendo el sentimiento de paisanaje que debe ser fuente de unión. La guerra civil es un acontecimiento atroz que causa innumerables muertes; una de sus primeras víctimas es Federico García Lorca, a quien ha leído mucho Miguel, ya que por su gran sensibilidad es un gran amante de la poesía.
No solo perdona Miguel, sino que incluso llega a salvar en la inmediata posguerra a uno de sus supuestos enemigos, al cual no deja de tener como un paisano con el que se siente muy unido. Muere el protagonista, al cabo de una penosa agonía, en olor de santidad, según las personas que lo han asistido.
La segunda historia, titulada Gozosa espera, tiene lugar en el mismo pueblo unas décadas después, cuando todo en el campo ha cambiado con la aplicación de la moderna maquinaria y el cultivo de nuevos frutos. La protagonizan dos jóvenes del pueblo que se hacen novios, Francisco e Irene. Alternan escenas pertenecientes a la víspera de la boda, vivida con inmensa ilusión, con episodios del noviazgo, durante el cual desempeña un papel entrañable la tía Antonia, discreta compañera de los novios. A pesar de las dificultades, es un periodo de gozosa espera, de proyectos compartidos. La obra, en esta segunda parte, es un canto al amor, una invitación a la esperanza. Los días de siembra son para el labrador, para el hombre de campo, días venturosos. El labrador, a pesar de su aparente rudeza, es en el fondo sensible: ama la tierra; ve en la naturaleza la mano del Creador, al cual en sus momentos de meditación se dirige.
En la novela, como es ya una nota peculiar del autor, son abundantes los paisajes: se describe la vega en la que el pueblo está situado, la sierra que la rodea. Son descripciones en las que se percibe el amor que el autor siente por la naturaleza, por el lugar en el que ha vivido. Es una obra dura, con capítulos a veces desgarrados y dolorosos; el mal, en ella, está representado por el odio que envilece a los seres humanos, por los enfrentamientos a los que conducen sus discrepancias ideológicas. Al final, como se infiere de distinta manera de las dos historias que componen la novela, acaba floreciendo en el mundo la esperanza, en un mundo en el que parecen dominar muchas veces las malas inclinaciones. La cruz, como entendió Miguel, es el camino para alcanzar el cielo, porque nada termina si se tiene fe, si se confía en un Dios que ha prometido la gloria a quienes en él creen. El amor que se profesan Francisco e Irene es el mayor bien, la mayor felicidad a la que se puede aspirar en la vida.
La obra, como es natural, presenta rasgos costumbristas, propios de un tiempo que se antoja ya muy antiguo, extraído de alguna vieja leyenda.







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