Casería Los Guindos /Francisco Ávila

Francisco Ávila: ‘Adora la gitana’ (9)

En ese tiempo de incertidumbre y amargura en la familia gitana, mi amigo Miguel Espigares me pidió que lo acompañara al cortijo de Los Guindos, donde su hermana Concepción trabajaba en la confección del lino y el cáñamo. Tenía que llevarle el almuerzo y no quería ir solo. La idea me gustó. Allí había máquinas especializadas para preparar tanto la fibra del lino como la del cáñamo. Fue la primera vez que vi yo una maquinaria de esa especialidad. No se me olvidaría nunca aquel mecanismo de «poleas» trabajando a todo rendimiento y que, además, llevaban a gala el apodo de mis tías en cada movimiento.

Allí estuvimos toda la mañana, viendo a las mujeres metiendo y sacando las madejas de la maquinaria sin descanso, para no perder el compás del trabajo que se hacía en cadena y por ajuste. También me impactó el ruido. No sé cómo estas mujeres podían aguantar tantas horas allí metidas en una nave tan estrecha, con tanto estruendo y polvo que no se podía respirar.

Nos salimos a la calle porque ninguno de los dos podíamos aguatar más. Y porque la hermana de Miguel, sin apartar las manos de la cinta trasportadora, nos estaba despidiendo con la mirada.

En la puerta del cortijo había un nogal grandísimo y otros dos más pequeños, acompañados de un pozo en el centro. Junto al pozo, sacando agua, había una mujer alta con un pañuelo liado a la cabeza cubriéndole el pelo. A mí me pareció ver con claridad que era Adora la Gitana. No era la primera vez ni sería la última que algún enfermo mental se salía del centro y andaba desorientado, hasta que alguien veía el distintivo del hospital y daba el aviso para que acudieran los loqueros por él.

Nos acercamos cautelosos a los nogales con la intención de derribar las nueces a pedradas, ya que, aunque, el tiempo de la recogida de las nueces había pasado, siempre quedaban muchas en las ramas más altas.

Yo quería asegurarme si esa mujer que bebía agua del pozo era Adora, pero la mujer desapareció como una visión errónea de mi celebro y ya no la vimos más…

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Los hijos de Adora, María y Rafael, eran dos personas con mucho fundamento. María apenas había cumplido los ocho años. Ante la evidencia de no contar con su madre en casa, eran quienes se ocupaban de la hacienda y de las pequeñas recién nacidas. Todos los días, antes de que saliera el sol coronando los chopos de la alameda, cogían entre los dos un fardo de trapos sucios de todos los hermanos por los picos e iban al río para lavarlos.

En la choza estaba la chota ocupándose de la alimentación de las pequeñas. Era una chota casi enana, pero tenía toda la sabiduría del mundo animal. Y unas ubres que, más que leche, eran miel de abeja para las niñas.

A la cabra siempre se la veía suelta, campando a su libre albedrío por las choperas de los señores Peraltas y de la viuda del Tortas. Pero, nada más sentir a las mellizas llorar, se le alegraba el rabo y salía loca corriendo, más bien trotando, en busca de sus incondicionales «cabritos» para alimentarlos. Llegaba donde estaba la jaula de los conejos y, acto seguido, se abría de cuatro patas y gozaba como nunca dándoles su leche a las pequeñas recién nacidas, ante nuestra mirada y la de toda la gente de los cortijos colindantes. Pues todos venían curiosos para presenciar la proeza de la cabra y de las dos mellizas cogidas a las tetas chupando.

Lourdes y Encarna jugando con su ama de cría

La cabra tenía una historia digna para comentar, siempre suelta buscando su sustento. Este consistía en tener limpias de hojas y brotes a media altura las choperas de los señores Peraltas y de la viuda del Tortas. Pero, por mucho que se alejara, solo le bastaba aguzar el oído izquierdo (el derecho lo tenía entorpecido por el enorme tapón que le provocó un abejorro moscardón que, en solitario, se coló en la alameda y, con tal de salir de allí, fue a colarse en el oído derecho de la tetuda chota, que no dejaba de mover la cabeza y las orejas de dolor). Ante este desaliento extraño, la cabra salía corriendo por si algún intruso o desconocido se acercaba a la jaula de los conejos donde, momentos antes, se había dejado a Lourdes y Encarna durmiendo.

La astuta cabra no dejaba acercarse a nadie, ni siquiera a la familia, solamente a María y a mi hermano Manuel; los artífices de poner a las dos mellizas debajo de sus tetas para que chuparan de ellas mientras su madre legítima se recuperaba en el sanatorio. Con los demás, la cabra se empinaba como un torero cuando clava las banderillas para cambiar de tercio.

Ante esa actitud defensiva de la madre cabra, no había nadie capaz de arrimarse a la jaula para ver a las niñas, Había que esperar a que al animal le diera hambre o ir de uno en uno despacio, sin hacer ruido para poder ver la maravilla que nos creaba el prodigio de la naturaleza. En esos momentos, a más de uno nos hubiese gustado ser niño como una de las mellizas, para chup arle las tetas a la inquieta cabra y saborear sus calostros.

Redacción

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