“¿Hasta cuándo, Catilina, abusarás de nuestra paciencia? ¿Durante cuánto tiempo aún tu temeraria conducta logrará esquivarnos? ¿A qué extremos osará empujarnos tu desenfrenada audacia?” (Marco Tulio Cicerón, “Discursos contra Catilina”).
Estas palabras resonaron en el Senado romano hace más de dos mil años. Hoy, las podríamos escuchar, sin desentonar, en las Cortes, en la calle, o incluso en una conversación entre vecinos. No importa si uno vota a la izquierda, a la derecha, al centro o a los extremos: en España, algo se está rompiendo. Y como entonces, la paciencia sufre una crisis real.
Vivimos tiempos de audacia política. Pactos al límite de la legalidad moral, estrategias de poder sostenidas por minorías que niegan el propio marco constitucional, y una escalada verbal que transforma al adversario en enemigo. Todo esto está empujando a nuestra democracia a una tensión peligrosa.
Pero más allá del debate técnico, lo que cala hondo en la sociedad es la sensación de ruptura de las reglas cambian cuando conviene, y la verdad se dobla al servicio de intereses de corto plazo.
¿Hasta cuándo abusarán de nuestra paciencia quienes hacen malabarismos retóricos para justificar lo injustificable? ¿Cuánto tiempo más se puede gobernar o hacer oposición basándose en la confrontación constante, el relato antes que el argumento, el miedo antes que la propuesta?
El problema no es sólo lo que hacen los políticos, sino lo que dejamos de hacer los ciudadanos. La democracia no se destruye de un golpe, como en los tiempos de Catilina, sino por desgaste, por apatía, por resignación. Cada vez que normalizamos el cinismo, cada vez que justificamos lo que nos conviene y atacamos lo que no, aportamos una gota más al vaso del descrédito institucional.
¡Y, estad seguros!: en lo escrito no hay nostalgia por una República romana idealizada; tan sólo recordar que la política necesita principios, límites y respeto.






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