Las chapas o platicos de las cervezas los pedía en el bar del Puga o en el ambigú de Andrés Palomares y lo que más me gustaba era jugar al pincho en los días de lluvia, pues se formaba un barro estupendo en todo el callejón y clavaba el pincho tan maravilloso que me hizo mi tío Modesto en la Fábrica.
La calle era la bandera que enarbolábamos en las peleas entre barrios. Los retos se decidían en los recreos o cuando terminaban las clases; los combates, en el postigo principalmente. Algunas disputas se solventaron por la fuerza de las piedras. Las peleas las celebrábamos a la salida de la escuela. No había modo de esperar. Aunque las originaban las discusiones y las riñas entre dos chicos de calles diferentes, acababan por concernirnos a todos los de la misma calle, siempre dije que mi primo Pepe Luis era el más capaz, el más valiente y, por supuesto, el más herido.
Mi hermana Amparo y amigas jugaban a la comba, desde el inocente “Cochecito leré” o “Al pasar la barca”, así como a la rayuela, según la edad o pericia.
El cine era la principal distracción en el pueblo, entonces sin TV, claro, y sin poder sintonizar apenas emisoras de radio, salvo “Radio Nacional» para escuchar «El parte» y las radionovelas que oía mi abuela.
Los vecinos, más que vecinos eran casi familia, pues las vivencias eran comunes y compartidas por todo el callejón, matanzas del cerdo, nacimientos, bautizos, etc. María, Adela, Carmen, Teresica, Paqui, Pilar, todos nombres pegados en mi memoria.
Muchas tardes una de las distracciones más agradables era ver a toda la gente pasar por el callejón para ir a por agua a la fuente de Andrés Díaz, cántaros, tinajas, garrafas, eran de uso común, pues aun el plástico no había llegado a Salobreña.
Siempre que echo la vista atrás, veo a mi abuela sentada en su silla de enea haciendo crochet, pues tenía unas manos prodigiosas para el punto y el crochet. Era pequeña, menuda, liviana, pero tenía un corazón que no le cabía en el pecho, así era mi abuela Laura.
Siempre fui su ojito derecho, tal vez por ser el nieto mayor o seguramente por haberme criado en su casa y en su enaguas, el caso es que los mejores años de mi vida y los mejores recuerdos, esos que nunca se borran de tu alma, los he pasado junto a ella, disfrutando de su cariño y su bondad. Siempre me cuidó y atendió con todo el esmero que se pueda tener con un crío o un mozalbete, siempre sabía en todo momento cual era mi necesidad o cual era mi gusto.
Hoy mi callejón ya no es tal, pues se ha convertido en una calle de paso, llamada calle Ingenio, y creo que mucho Ingenio hay que tener para no reparar en tanto adelanto que ha transcurrido.
Nunca, sí nunca debieran desaparecer todas las abuelas Laura del mundo, debieran estar siempre a nuestro lado y conocer a sus nietos, biznietos, tataranietos y así sucesivamente, pues seguro que el mundo sería un poco mejor, estoy convencido.
(P.D. La foto es muy antigua y deteriorada, pero aseguro que es mi callejón y mi abuela Laura sentada haciendo crochet, frente a la puerta de la casa).