El Tríptico de la Adoración de los Magos (detalle de la tabla central).

El Tríptico de la Adoración de los Magos, de El Bosco, en el Museo Nacional del Prado

La obra que hoy les propongo es uno de los grandes trípticos que el museo madrileño exhibe del pintor flamenco conocido como El Bosco, aunque en este caso, en concreto, firma, en la esquina inferior izquierda de la escena central, con el nombre Iheronimus Bosch. Pintada al óleo sobre tabla de madera de roble, con unas dimensiones de 147’7 x 168’6 cm, se fecha en torno a 1494 y fue donada por un matrimonio burgués a la capilla de la cofradía de Nuestra Señora en la catedral de s’Hertogenbosch —o Bolduque, en el sur de los Países Bajos—, ciudad en la que vivía y trabajaba el propio pintor. Unas décadas más tarde, en el contexto de las guerras en los Países Bajos contra el dominio español, el duque de Alba la confiscó y se la regaló a Felipe II, por lo que desde ese momento formó parte de la colección real en el monasterio de El Escorial. En el siglo XIX pasó a ser propiedad del Museo Nacional del Prado, donde aún se exhibe en la sala 056A.

El tríptico cerrado, con la escena de la Misa de San Gregorio.
El tríptico abierto, mostrando las tres tablas que lo forman

El Tríptico cerrado nos muestra, en semigrisalla, la Misa de San Gregorio, pero su mayor espectacularidad la hallamos al abrirlo, porque en un luminoso y amplio paisaje de tonalidad dorada encontramos la escena de la Adoración de los Magos, en la tabla central, acompañada por las imágenes de ambos donantes, arrodillados piadosamente y delante de sus santos protectores, en las tablas laterales.

Dada la complejidad de toda la obra, por la multitud de pequeños detalles llenos de profundo significado simbólico, vamos a dedicarnos casi en exclusiva a la imagen de la tabla central, la que da nombre al tríptico. En ella toda la mitad inferior está ocupada por una pobre cabaña a la que han llegado los magos con sus regalos. María, rubia o, incluso, pelirroja y vestida de azul muy oscuro, con el Niño desnudo en su regazo, se sitúa a la derecha, bajo un desvencijado tejadillo, y, ante ella, se arrodilla Melchor, anciano, que se cubre con un gran manto rojo y que ha depositado su regalo en el suelo, a los pies de María. Junto al regalo se ve un lujoso casco, quizás del mismo Melchor. A Gaspar lo vemos tras él, parece más joven —respetando la tradición medieval de tres magos que representan las tres edades del hombre—, viste un rico atuendo con esclavina plateada y mantiene en sus manos una bandeja metálica con su presente. Por último, a la izquierda, Baltasar, que lleva pendiente con una gran perla y una exótica y costosa indumentaria blanca, también porta en la mano derecha su regalo al Niño.

Imagen nº 4. El tríptico abierto, tabla central.

Al margen de estos protagonistas del pasaje que nos cuenta San Mateo en el capítulo 2 de su evangelio, a espaldas de María y sobre el tejado de la destartalada construcción, aparecen hasta seis individuos —dos por el roto en la pared— que podrían ser los pastores que se acercaron a adorar al Niño, según dice San Lucas, pero que aquí parecen más bien curiosos o, incluso, malandrines que se resisten a no averiguar quiénes son los opulentos visitantes y qué está ocurriendo en el portal.

Al otro lado, detrás de Baltasar, un paje negro y muy bajito, vestido de rojo y aspecto femenino, parece acompañar al tercero de los magos. Finalmente, al igual que por el vano próximo a María vemos la gran cabeza del burro de la tradición navideña, por la puerta con ventana que se sitúa tras los magos aparecen una serie de estrambóticos personajes ajenos a esos evangelios. El más visible parece ir semidesnudo: solo una capa roja lo cubre parcialmente, dejando ver en su pierna derecha, cerca del pie, una gran llaga de leproso; luce en su cabeza una enorme corona de diseño oriental —quizás con espinas— y sujeta con su mano izquierda una segunda, que podría haberle quitado a Gaspar, puesto que parece del mismo material que su esclavina, pero que recuerda a las tiaras papales. Otras cabezas asoman por la ventana como con asombro. Por encima de ellos, en uno de los huecos más altos del pajar, se ven un búho y las patas y el rabo de un ratón.

Antes de describir el paisaje que hay detrás, vamos a detenernos en los regalos, las vestimentas y en esos personajes. En esta pintura el oro se ha convertido en un pequeño grupo esculpido que regala Melchor, como un adorno de mesa dorado, con una representación del sacrificio bíblico de Isaac. Además, no apoya en el suelo directamente, sino que parece aplastar a unos sapos. En la esclavina de Gaspar se aprecia la escena en la que el rey Salomón, sentado en su trono, recibe la visita de la reina de Saba. Por último, Baltasar ofrece el incienso en un recipiente cilíndrico adornado con la imagen en la que el rey David acoge a Abner y logra la sumisión de sus tribus a Israel. Son todos pasajes del Antiguo Testamento en los que se prefiguran la Adoración de los Magos o el sacrificio de Jesús en la cruz.

En cuanto a los sapos aplastados por el primer regalo representan el pecado, al que vencen el sacrificio de Isaac y el de Jesús, mientras que el Ave Fénix que se ve sobre el presente de Baltasar, aludiría a su resurrección. El búho y el ratón del tejado, que están por encima de los que asoman por la puerta con ventana, incidirían, como los sapos, en el mal y la nocturnidad, por lo que el primero que vemos, con corona y semidesnudo, podría ser Herodes o el Anticristo, acompañado por otros seres maléficos ante los que triunfan el Nacimiento y la Resurrección de Jesús.

¿Y José? El Bosco lo relega a la tabla lateral izquierda, donde lo encontramos, en un segundo plano, sentado y secando ante el fuego los pañales del Niño. Quizás ha querido respetar escrupulosamente el pasaje evangélico de San Mateo, que ni siquiera lo cita.

Detrás del portal hay un vasto paisaje lleno, por igual, de referencias bíblicas y de mensajes cristianos. Una muralla, a la izquierda, separa los dos mundos: el sagrado, delante, y el terrenal, a continuación; y en este, dos ejércitos de caballería parecen dirigirse al encuentro uno del otro, aunque entre ellos se distinguen un río y un puente que nadie usa. Más allá, un paraje ondulado y amarillento, como desértico, con una vivienda ante un bosquecillo, a la izquierda, y un individuo que se dirige hacia ella tirando de una cabalgadura sobre la que va un mono. Por detrás, en lo alto de un pequeño montículo, una columna con la figura del dios pagano Marte. Pasado este árido terreno hay unos nuevos bosques, donde vemos un tercer ejército de caballería, y una gran ciudad con varias torres muy curiosas, fruto probable de la fantasía del pintor, aunque también un molino de viento, como los característicos de su tierra. Sobre la ciudad brilla una gran estrella.

¿Cómo podemos entender todo esto? La ciudad sería Belén, donde los evangelios sitúan el Nacimiento y hasta donde la estrella guió a los magos. Sus extrañas torres podrían deberse al intento de El Bosco de evocar antiguas construcciones de la Biblia, como la Torre de Babel, probablemente un zigurat mesopotámico. Los ejércitos cabe interpretarlos como las tropas de Herodes en busca del Niño que ha nacido y sobre el que le han informado los tres magos. La figura de Marte sería una referencia al dominio romano sobre la región en el momento del Nacimiento y de la Adoración. Por último, la vivienda a la izquierda, delante del bosquecillo que prosigue por la tabla lateral, y el que caminando se dirige hacia ella, presentan una serie de indicios relacionados con el vicio y la flaqueza: el cisne de la bandera roja de la casa la identifica como un burdel y el mono sobre la cabalgadura simboliza la lujuria, uno de los siete pecados capitales.

En suma, una obra de gran complejidad iconográfica, en la línea de las restantes de El Bosco —entre ellas el conocido Tríptico del Jardín de las delicias, en la misma sala del Prado—, pero muy superior a otras recreaciones de este tema realizadas por artistas anteriores o contemporáneos. Estamos, de hecho, ante uno de los pasajes evangélicos más representados en el arte cristiano desde la Edad Media, tanto en pintura como en escultura, dado que simboliza el reconocimiento entre los paganos del carácter divino del Niño Jesús. El Bosco ha logrado enriquecerlo con las historias bíblicas que lo prefiguran y con múltiples referencias al mundo del pecado, sobre el que vence el mensaje cristiano de la Epifanía —de la Adoración—, además de haber logrado una obra de gran armonía cromática y, con ello, de una enorme belleza formal.

Daniel Morales Escobar

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