Las mellizas esperando nuestras tortitas ;;FRANCISCO ÁVILA

Francisco Ávila: ‘Adora la gitana’ (12)

Ya estaba todo dispuesto en la puerta de la choza para empezar, cuando Adora advirtió que toda la mimbre que había preparado el día anterior había desaparecido:

«¿Qué será? ¿Qué no será?… ¿Habrá sido Rafael el que no quiere que trabaje más hasta que me vea más repuesta? ¿O habrán sido mis niños, que les ha costado mucho trabajo coger estas mimbres y no quieren que los mande tan lejos?… ¡Por aquel camino del cementerio tan peligroso donde todo lo que había ya se lo habrán traído!».

Cuando sintió el caldero rechinar por la alameda de los señores Peraltas, comprendió que todo había sido obra de la cabra, que les había cogido manía a esas varas de mimbre. Ni siquiera tenían el sabor exquisito que ella prefería, como el de las hojas de las choperas o el de los frondosos trigos que ella despuntaba a menudo y, mucho menos, el de las coles otoñales de invierno que tanto le gustaba.

Siguiendo los pasos en la dirección donde rechinó el caldero, había un reguero de mimbre en el suelo tirada y pisoteada, como si por allí hubiese pasado un torbellino atolondrado… Fue la primera vez que la cabra sufrió un castigo con saña. En presencia de las mellizas, de mi hermano Manuel y mía, quienes soportamos el impetuoso escarmiento de Adora con la cabra por todo lo que el animal le había hecho desaparecer.

Ese mismo día, Adora, con la ayuda de su hija María y de mi hermano Manuel, lo recogieron todo y ataron a la señorita cabra por primera vez con una cuerda fuerte y larga al cuello y, provisionalmente, otra más pequeña en una de las patas delanteras. La amarraron a una estaca que clavaron en el suelo para que solo pudiera comer y campea hasta donde el inquieto animal alcanzara con la cuerda sujetada a la estaca.

Adora ya podía empezar a trabajar con su artesanía de las canastas más tranquila, sin que la cabra hiciese más extravíos escondiéndole todo.

La solución fue como gota de lluvia en mayo. La andarina cabra se acostumbró en pocos meses a estar allí junto a Adora y sus mellizas, viendo cómo trenzaba con primor toda una gama de canastos y cestos artesanales para recolectar las distintas variedades de frutas y verduras; y otras de mayor tamaño para las cebollas en tiempo de matanzas que, una vez terminadas, se las quitaban de las manos.

Para venderlas se iba por los pueblos más cercanos: Purchil, Belicena, Ambroz, Cúllar Vega… Unos le daban comida… Otros le daban dinero… Y otros, ropas usadas, casi nuevas, de sus hijos pequeños para sus mellizas. Las vendía todas. Hasta la cabra se acostumbró a no percibir el sabor amargo de la mimbre pelada convertida en canastas.

—–oooOooo—–

Así, un día tras otro, fueron creciendo las mellizas Lourdes y Encarna, metidas en la jaula de los conejos al amparo de todos en tanto que Adora, con su nuevo trabajo artesanal, buscaba por los pueblos bajos de la Vega del Genil el sustento de la familia.

Nosotros, nada más llegar a la finca, lo primero que hacíamos era ver cómo se encontraban las niñas. Ya habían dejado de mamar de la cabra y allí estaban las dos pequeñas, entretenidas como siempre la una con la otra, chupando algunas cáscaras de melón o sandía del día anterior. O distraídas jugando con cantidad de caracoles que, en la noche, habían abandonado la alameda para trepar por la jaula de los conejos y hacer una visita a la vivienda de Adora y sus hijas.

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