Siempre queda algo, una huella que ya no nos pertenece, pero que tampoco desaparecerá del todo.
2025. Marzo. Veintiuno. Viernes. El interior de las tiendas de antigüedades me produce verdadera fascinación por lo que tiene de exhibición de un pasado que se nos vela, pero que nos permite imaginar qué lugar de una casa ocupó cada uno de ellos o qué espacio en la biografía de alguien conquistó su regalo o su compra. Huella, evocación, memoria…
La nómina de objetos que pueblan estos espacios es infinita: relojes de sobremesa de mármol o de pared de diseño clásico, cuya mecánica respiración marcó las horas en un hogar; cristales esmeralda con ornamentos delicados con los que reflejar la luz del sol en una distinguida habitación; robustos candelabros de hierro forjado para iluminar cenas y reuniones familiares; piezas de joyería usadas para adornar en ocasiones especiales; jarrones de porcelana que sostenían flores frescas en días de entretenimiento; lámparas colgantes de estilo victoriano para inspirar estancias llenas de secretos; querubines de cerámica en estilo rococó que embellecían salones llenos de lujo; candelabros de latón que irradiaban una luz cálida en las noches eternas; jarrones con detalles en relieve para ser el foco de curiosos y amantes del buen gusto; y radios retro, portavoces de melodías de tiempos pretéritos.
Cada uno de estos artefactos representa no solo un tiempo y lugar específicos, sino también una historia personal. ¿Quién fue el primero en escuchar música desde ese aparato radiofónico? ¿Qué pensamientos rondaban la mente de quien se sentaba junto al reloj de sobremesa mientras las horas avanzaban imparables? ¿Qué conversaciones, risas, confidencias se dijeron bajo la tenue luz de aquellos candelabros?
En un anticuario que se precie no pueden faltar legados como muebles antiguos con acabados hechos a mano; cómodas de madera que en su tiempo albergaban cartas, documentos y pequeñas joyas; armarios con detalles dorados tallados a mano que contenían prendas valiosas y abrigaban los sueños de sus propietarios; vitrinas de vidrio con vajilla de diseño floral o geométrico que guardaban el esplendor de banquetes de antaño. También hay grabados que parecen detenidos en el tiempo, como aguardando a alguien para revivir las escenas que retratan. Los lienzos oscuros en gruesos marcos dorados parecen contener historias secretas, con la esperanza de que una palabra los libere del silencio inquietante en el cual se encuentran atrapados.
Toda la atmósfera en estas cápsulas del tiempo evoca una especie de dignidad silenciosa. Es un espacio que nos envuelve, que nos invita a explorar, a detenernos y a reflexionar sobre el pasado que nos precede. A veces pienso que estos bazares son como refugios de la memoria colectiva, mercados donde el lujo, la nostalgia y la exclusividad se apoderan de nosotros. Al mirar desde la calle a través del cristal, uno no puede evitar sentir un profundo respeto por los objetos que allí se exhiben. No son reliquias de un pasado decrépito, sino testimonios vivos que confían en la «mano de nieve que sabe arrancarlas» de la quietud en la que reposan. Esa mano puede ser la de un coleccionista apasionado o, quizás, la de alguien que, como yo, siente una profunda nostalgia y busca revivir una parte de su historia personal.
Algo parecido sucede con las mudanzas cuando uno cambia definitivamente de domicilio, porque en cada una de ellas hay objetos que se dejan olvidados u otros que permanecerán para siempre en la casa que uno abandona. Sin embargo, siempre queda algo, una huella que ya no nos pertenece, pero que tampoco desaparecerá del todo.
Es esto lo que siento cuando desalojo para siempre esta casa que me vio corretear desde mis tres años, cuyas paredes sufrieron los golpes de travesuras y que entonces nos parecían indelebles. Allí dejamos marcadas a lápiz la progresión de nuestro crecimiento: las lecturas, las confesiones nocturnas entre hermanos, tantos pasos a oscuras de sonámbulos precoces, espacio impertérrito donde ahogábamos inquietudes y conflictos, risas… Todo con lo que crecimos, todo lo que fuimos, quedó de alguna manera grabado en esas habitaciones.
Ahora, esta casa, llena de vida de otras personas, la recordaremos como un vestigio en la memoria. Aunque la abandonemos, siempre quedará un eco de lo que una vez fuimos. Al igual que los objetos en las tiendas de antigüedades, este hogar seguirá existiendo como un testimonio silencioso de un tiempo pasado, esperando a que alguien lo redescubra, lo reinterprete y le otorgue una nueva vida.






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