IA frente a inteligencia humana (Luis jpg)

La inteligencia artificial y la delimitación de lo humano

La inteligencia artificial, entendida en el sentido que le damos actualmente, comenzó a desarrollarse a mediados del siglo pasado y el interés por ella ha sido, desde entonces, oscilante.

Por ello, los especialistas hablan de veranos y de inviernos de la IA, sigla que se ha puesto de moda para referirse a esa forma de inteligencia alumbrada por los hombres. Así, los años 50 y 60 se corresponden con el primero de sus veranos, pero las decepciones se fueron acumulando hasta dar paso a su primer invierno en los 70. La euforia inicial parece siempre abocada a ser erosionada desde la propia interioridad del proceso. Incluso ahora, en la que otra vez la IA vive un dorado verano, se habla cada vez más de una posible burbuja financiera o de sobrevaloración de las empresas empeñadas en su avance, que, de confirmarse, podría llevar a una nueva recesión o invierno.

Y es que el interés por la inteligencia artificial corre por dos conductos diferentes, aunque comunicados entre sí. Uno es el de la rentabilidad económica que puede extraerse de su aplicación como herramienta en las empresas y el otro es el de su contribución al avance científico y técnico al indagar en los mecanismos de procesamiento automático en las máquinas.

Cuando los logros tecno científicos son relevantes, los agentes económicos se apoderan de ellos y, directa o indirectamente, facilitan el respaldo financiero de las investigaciones. Pero, incluso, aunque en los próximos años decayese el interés económico de la IA, los logros obtenidos hasta ahora son tan espectaculares y han afectado tanto al imaginario colectivo que, probablemente, se mantendrían abiertas las líneas fundamentales de la investigación para su perfeccionamiento.

Alan Turing y su famoso test de distinción humanos-máquinas

Pero, en paralelo, el desarrollo de la inteligencia artificial ha relanzado el debate sobre la diferenciación de lo humano ya que las máquinas actuales parecen proceden con una inteligencia similar a la nuestra. No es un debate nuevo, aunque sí posee ahora un perfil que no tenía antes. Cuando Descartes o Leibniz, que sólo conocían o imaginaban autómatas del tipo de los relojes, lo insinuaban o lo comenzaban nada les daba pistas sobre cómo la electricidad, la electrónica o la informática iban a disparar y modificar las potencialidades de lo artificial. Desde mediados del pasado siglo, cuando Turing propuso su famosa prueba para esclarecer si el comportamiento inteligente humano podría discernirse del de una máquina, han sido muchos los científicos y filósofos que han reflexionado sobre las peculiaridades de la inteligencia humana espoleados por la aparición de computadoras y programas cada vez más capaces de competir ventajosamente con nosotros.

Habitación china de Searle o la máquina no accede al significado

Ha habido aportaciones de carácter más técnico, como las de Dreyfus (1972), Weizenbaum (1976), Searle -conocido por su curiosa “habitación china”- (1987) y tantos otros. Pero, también, y es lo que más me interesa aquí, ha estado presente en los debates concernientes a las similitudes o diferencias entre la mente y el cerebro y en libros de envergadura como La nueva mente del emperador (1989) de Roger Penrose o El yo y su cerebro de Karl Popper y Eccles (Popper aún se atrevía a decir, entonces, que un ordenador no era más que un lápiz sofisticado) o La mente consciente (1999) de David J. Chalmers.

John Searle, pensador indispensable en la nueva filosofía de la mente

Pero la fascinación por las posibilidades de la inteligencia artificial ha llegado también al gran público a través de películas y de novelas de muchísimo éxito, que no hacían sino recoger la zozobra que iban produciendo los adelantos reales en las nuevas tecnologías de la información y en la robotización.

Matrix, el mundo en manos de las máquinas inteligentes

¿Quién no recuerda el Hal de 2001: Una odisea del espacio, los replicantes de Blade Runner o el dominio apocalíptico de las máquinas de Matrix? ¿No está magistralmente tratado todo esto que ahora nos abruma en los geniales relatos de Asimov, Philip K. Dick, Brian Aldiss o Frederik Pohl? Sin duda, el revuelo actual se debe no tanto al olvido de todo esto como a la percepción de que, efectivamente, ese mundo que parecía sólo especulativo y literario comienza a fraguar y amenaza con desequilibrar la economía y el orden laboral y con dotar de medios de control social y político que dejarán muy atrás a todos los hasta ahora conocidos.

Seguramente por esas implicaciones prácticas, la actual atención a la inteligencia artificial evita los asuntos trascendentales de los que sí se han ocupado los pensadores y creadores de décadas anteriores. La inteligencia artificial o IA, lo mismo que la biología artificial, nos está llevando a la crisis de nuestra manera de entender lo humano, a remover los límites y a revisar las definiciones de lo que venimos creyendo que somos. Si admitimos, con Freud, que el narcisismo humano ha sido ya humillado en tres ocasiones -por la cosmología heliocéntrica, el darwinismo y la motivación inconsciente del psiquismo-, se le estaría ahora abofeteando una cuarta vez. En esta ocasión, se vendría abajo la singularidad de la inteligencia de nuestra especie, que, al ser replicada y explicada artificialmente, nos abriría a la posibilidad de que tengamos que coexistir con mentes de otra naturaleza.

Desconexión de Hal, el sentimental ordenador de 2001, una odisea del espacio

Y, entonces, ¿qué somos, qué lugar ocupamos en el inescrutable misterio en el que estamos envueltos? Aún nos defendemos echando mano de la autoconsciencia, de la creatividad, de la singularidad de los sentimientos y de la percepción subjetiva, que creemos no incorporables a los robots. Sin embargo, incluso en esto, se ha adelantado ya la especulación narrativa con una hipótesis cada vez más verosímil. En su novela Pórtico, de 1977, Frederik Pohl imagina a una IA que se ocupa de psicoanalizar a un humano. Cuando el humano se revuelve y le reprocha su incapacidad para entenderle al carecer ella de sentimientos, la máquina le contesta con humildad, aceptando ese límite, pero, a la vez, afirma que su nivel cognitivo es tan alto que, en su cúspide, es capaz de acercarse mucho a lo que pueda ser un sentimiento. Algo parecido a lo que hoy se entiende que podría lograrse sobre la hipótesis de la escalabilidad o incremento de las redes neuronales bien construidas. ¿Será esto posible? ¿Nos hallamos en los albores de un tiempo en el que la humanidad será subsumida en el nuevo y más grande universo que ella misma, en el colmo de su poder, está creando?

Jesús A. Marcos Carcedo

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