Y lo hago con la expresión inicial de mi agradecimiento a nuestro compañero Esperidón por su afortunada iniciativa. ¿Cuántas veces se nos ha ocurrido a los demás hacer una convocatoria parecida? Él lo ha hecho, ha encontrado los medios para divulgarla, para que llegue al corazón de tanta gente y para que haya habido una respuesta alentadora de cara a esa convivencia que se va a celebrar el próximo 5 de octubre. Creo que fui el primero que le escribió entusiasmado aquella mañana del 7 de abril en la que apareció su emotiva convocatoria en Ideal, lo que demuestra el interés que desde el primer momento despertó en mi la oportunidad de reencontrarme con tantos amigos, compañeros entrañables de los tres años de permanencia en nuestra añorada Normal, ahora reconocible tan solo por su apariencia exterior. Fueron tres años decisivos donde se fraguaron algunas relaciones nunca deshechas, donde pusimos los espartos para la orientación de nuestra propia vida personal y profesional y en los que aprendimos a convivir y a defendernos de muchos absurdos y arbitrariedades a base de unión, organización y confianza en nosotros mismos. Además, a muchos de quienes entonces constituyeron parte de nuestra vida, no los he vuelto a ver hace nada menos que cuarenta y cinco años, así que la emoción se sobrepuso pronto al miedo de un reencuentro en el que la crueldad del tiempo ha transformado nuestros recuerdos y nuestros rasgos juveniles, convirtiendo nuestra cabeza en un almacén de incertidumbres y nuestro rostro en algo irreconocible.
Por eso siento tanto no poder estar con vosotros ese día recordando nuestras andanzas de una adolescencia tardía, cuando aún teníamos confianza en que mediante la educación conseguiríamos cambiar el mundo. Al final, el mundo ha cambiado a pesar de nosotros, pero no estoy seguro de que nos haya llevado a una mejor situación que aquella de la que partimos. Pero aquí estamos, felices de sobrevivir, añorando a los que por desgracia ya no podemos abrazar e identificados con aquella palabra, Maestro, que nos abría las puertas a un universo conceptual y profesional. Y Maestros, además, del 68. Un año mítico en la historia del siglo XX, algo de lo que nosotros no tuvimos conciencia. ¿Tal vez porque no contribuimos a aquel cambio? Yo creo que sí lo hicimos. La historia funciona así. Uno hace cosas, cada generación busca sus resquicios, aflora sus solidaridades, ejerce sus rencores y, al final, llegan los historiadores y establecen, siempre con la provisionalidad que hay que hay que ejercer esta profesión, aquello que es importante, destacado, encomiable o desechable y resulta que uno ha participado, sin proponérselo, en cosas que terminan mereciendo la sanción o el elogio de la Historia.
Nunca trabajé como Maestro y, sin embargo, nunca he dudado de anteponer mi título de Maestro a la lista de cosas que uno suele colocar en su curriculum. Por eso me emociona tanto esta convocatoria, como me emocionó la intervención de un asistente a un acto que en la última Feria del Libro de Granada habíamos organizado en homenaje a mi compañera de despacho, de docencia, de publicaciones y de muchos trabajos y proyectos compartidos, Cristina Viñes, fallecida a comienzos de este mismo año. Yo hice un elogio al magisterio de la profesora Viñes y reivindiqué la lección magistral, ahora tan denostada, argumentando que ocurre así porque ya no hay Maestros, al menos como los de antes. Y alguien de entre el público dijo al final que tanto Cristina como yo podíamos sentirnos orgullosos porque ambos éramos o habíamos sido unos auténticos “Maestros”. ¿Qué mejor elogio podía recibir alguien que con dieciséis años había tomado una decisión consciente de rectificar su rumbo y comenzar a estudiar magisterio? ¿Por qué me hice yo Maestro?
Cuando hablo en clase del origen y destino de la Historia suelo enfrentar las dos corrientes que tradicionalmente han intentado dar sentido al devenir de la humanidad: el determinismo, vinculado generalmente a las interpretaciones marxistas, y la libertad, relacionada con los postulados del liberalismo. En ese camino yo fui derivando de uno a otro supuesto, aunque finalmente me he ido decantando, o al menos lo he ido tomando más en consideración, por otro que, desgraciadamente, cada día me parece más sólido: el azar. Este mismo verano he releído un pequeño libro de Maxence van der Meersch, Porque no saben lo que se hacen, que compré precisamente en 1968 y que ¡oh sorpresa! tiene estampado en su primera página un sello de tinta en el que pone “Promoción de Magisterio/ 1967-68/ Escuela Normal/ Granada” y que hicimos nosotros para sellar las entradas de algún evento que organizamos para el viaje de estudios. Pues bien, en la página 54 de la edición que yo conservo, el autor afirma que “No hay más que el azar” y que “No hay en el mundo más que una monstruosa incoherencia”. Es posible que aquello influyera en mi derivación hacia el escepticismo, pero es sorprendente que con aquella edad uno comprara y leyera –está subrayado- libros como ese.
Pero no, no fue el azar el que me puso en el camino de ser Maestro sino, en este caso, la clara decisión consciente de serlo, es decir, la libertad para decidir yo mismo sobre tal asunto. Yo había estudiado cuatro cursos en el Seminario Menor. Cuando abandoné aquel camino, me convalidaron tres, tuve que reexaminarme de cuarto, de la reválida e hice quinto del bachiller de letras, aunque sin una vocación determinada. En esas condiciones, el camino era largo, tortuoso, incierto y las necesidades familiares eran muchas, a veces apremiantes, así que en el mes de julio de 1965, sin que mis padres siquiera se enteraran, tomé la decisión de matricularme para hacer el ingreso en Magisterio y seguir esa vía formativa y profesional para la que me sentía con posibilidades, con fuerzas, que era grata y garantizaba, entonces, una rápida independencia. En cualquier caso, aquella vía no marcaba un final, sino que podía también ser considerada como el principio de nuevas experiencias para las que las fuerzas estaban sobradas, teníamos juventud, fe en el futuro y, sobre todo, muchas ganas de cambiarlo, aunque no supiéramos exactamente como lo íbamos a hacer.
Y ahí empezó todo, en los primeros días de octubre de 1965. Aquella primera clase del reducido grupo de Primero A en “El Palomar”, con no más de treinta alumnos que eran los que allí cabían, la elección de delegado de curso con la que mis compañeros me honraron, durante los tres años de carrera, sin saber bien por que, porque ni nos conocíamos suficientemente ni hubo presentación de candidatos. La gente votó, algo insólito en aquellos años, y salió lo que salió, la representación nada menos que “institucional” de tus propios compañeros, de la que pronto descubrí una gran ventaja: el delegado no tenía que hacer gimnasia, porque era el responsable, lista en mano, de controlar la asistencia y de ponerle a cada uno la nota que don Nicolás le iba dictando y para la que disponía de un amplio margen de discrecionalidad. Un cinco lo convertía en un seis, un siete en un nueve, una falta de asistencia no se anotaba, un cero no se ponía y todo se saldaba con una palmada de afecto en la espalda por parte del colega favorecido.
Así se comenzó a soldar una relación de compañerismo y de amistad que en algunos casos se desenlazó pronto, pero en otros fue mucho más duradera y, aunque no con la diaria constancia, sí se ha mantenido inolvidable en el recuerdo. ¿Cómo olvidar a Paco, a Antonio, a José María, a Manolo, a Juan Luis, a Miguel, a Fernando, a Antonio Luis, a Indalecio, a Diego, a Julio, a Eladio, a Joaquín, a Valeriano, a Cristóbal…? ¿Cómo no añorar la existencia, aunque fuera lejana, de aquellos que tan pronto perdimos: Manolo Bazoco, Andrés Melgarejo, el buenísimo de Cecilio Muñoz, siempre tan jovial y afectuoso? ¿Cómo olvidarme de Félix, el más inteligente y capacitado de todos nosotros, a años luz del grupo, que me abrió las puertas literarias de Jean Paul Sartre y, sobre todo, de Albert Camus? ¿Cómo es posible –se pregunta uno cuando contempla los intereses de gran parte de nuestra juventud- que con dieciocho o diecinueve años quedáramos hechizados por La Peste, El Extranjero, El Estado de Sitio, Calígula, El Mito de Sísifo e, incluso, hiciéramos el intento de acercarnos a La nausea y a El ser y la nada tratando de averiguar qué tenía que decirnos un autor como Sartre que había sido capaz de renunciar al Premio Nobel para ser leal a sus principios. ¿Cuáles eran éstos? Unas veces los averiguábamos, o creíamos hacerlo, y otras rebotaban en nuestra cabeza, al menos en la mía, que no llegaba a alcanzar la comprensión que textos tan complejos requerían. Coincidimos dos años más en los cursos comunes de la Facultad de Letras y luego él se fue a Valencia a estudiar Filosofía sin que nunca más volviera a saber de él hasta que este verano he tenido la oportunidad de dar con él y de hablarle por teléfono gracias a los contactos propiciados por este encuentro de la promoción. No diré la impresión que me produjo. Las auténticas emociones se vuelven mudas, dice, entre resignado y esperanzado don Calogero en El Gatopardo, al entregar su hija, de recia dote y baja estirpe, a aquel joven con títulos y sin fortuna. Ambos competíamos por alcanzar la matrícula del curso de doña Tadea, que ella administraba sabiamente alimentando con inteligencia nuestras ambiciones.
Y es hora de hablar de ella, de doña Tadea Fuentes, a quien he tenido la oportunidad de referirme en otra publicación. «Me pone usted en una difícil situación, pero le comprendo» –dijo doña Tadea-. A continuación añadió: «Haga usted lo necesario para que sus compañeros vuelvan a clase; yo me encargo de lo demás». No dijo «procure usted…», sino «haga lo necesario»; en realidad era una orden, pero seguida de un compromiso que hacía de ella un trato más que un mandato.
Había habido un gran altercado con una profesora que ha narrado en sus recuerdos de esta época Esperidón. Hasta donde mi memoria alcanza, en un examen de francés con todos los grupos juntos, Esperidón, delegado de uno de los grupos, requirió a la profesora sobre su derecho a hacer el examen cuando ésta dijo que abriéramos el libro por la página tal, cuando ella misma había dicho que no lleváramos el libro al examen. “Dígame su nombre y abandone usted el aula”. Abandonó Esperidón el aula sin dar su nombre y ella se dirigió a mi como delegado del grupo A: “Si no me da usted el nombre de su compañero también le suspenderé”. “No se lo puedo dar –le dije- y si me va usted a suspender no tiene sentido que haga el examen”, así que me levanté, cogí mis papeles y me dispuse a abandonar el salón de actos, donde se realizaba la prueba, cuando para mi sorpresa y estupor de la profesora de francés, empezaron a levantarse compañeros y todos, sin excepción, abandonamos el salón dejándola dando gritos en el estrado.
Toda la razón la llevábamos los estudiantes y, como no era la primera vez que ocurría con ella algún desaguisado, al unísono reaccionamos con el arrojo, muchas veces irresponsable, de los 18 años: «Mientras no cambien a esa profesora no volveremos a clase». La Directora de la Normal –Donatila Nieto, transmutada a María José Nieto por su condición de Teresiana- exigía nombres de culpables, la clase se envalentonaba y fue doña Tadea la que, como Jefa de Estudios, se encargó de resolver el conflicto. «¿Me puede usted decir el nombre del compañero que provocó el incidente?» -me requirió en público como delegado de curso-. «No debo decírselo – le repliqué-; la única responsable de todo lo que ha ocurrido ha sido la profesora; usted nos ha enseñado que la justicia no tiene edad y en este caso la razón está con nosotros». Guardó silencio durante unos segundos, la mirada perdida detrás de sus gafas hacia la diagonal de la clase, los ojos muy entornados, casi cerrados, de pie, los brazos completamente rectos apenas rozando el filo de la mesa y después de aclararse la voz, tan bien timbrada como siempre, enunció: «Nos toca hoy hablar de Garcilaso y de la poesía…».
Al terminar la clase y ya en privado fue cuando me dijo aquello de la difícil situación y de su comprensión. La autoridad que ella ejercía sobre mí la transmití a mis compañeros y efectivamente volvimos a clase para encontrarnos con una profesora, la del altercado, que también había recibido instrucciones precisas de doña Tadea y también había sucumbido a su persuasión, de manera que, al final, allí no pasó nada, todos salimos victoriosos y con una lección bien aprendida: la unión hace la fuerza y la flexibilidad alienta la consecución de los objetivos.
En alguna ocasión he afirmado que ha habido en mi vida tres influencias decisivas, que han conformado mi personalidad y de quienes yo he alimentado mis mejores actitudes y sentimientos; un cura, don Ramón Rodríguez Rescalvo, en la niñez-adolescencia; una mujer, doña Tadea Fuentes Vázquez, en el tránsito de la adolescencia a la madurez; y un gran maestro en la Universidad, mucho menos en lo doctrinal, con ser mucho, que en lo humano, don José Cepeda Adán. De ese trío de influencias ha salido lo mejor que tengo y lo más valorable de lo que soy.
¿Por qué Tadea?, me preguntaba el autor de un libro sobre mujeres de Granada, Juan Rodríguez Titos, cuando me pidió mi opinión sobre una mujer que a él le resultaba difícil de analizar. Se el qué, pero no el por qué, y sé que Tadea Fuentes es, dejando aparte relaciones familiares o sentimentales, la mujer más profesional, más trabajadora, más justa, más correcta, más firme, más sensible y más capaz de cuantas se han cruzado por mi vida. La gran suerte es que se cruzó en mi camino cuando yo tenía entre 17 y 19 años, cuando mi carácter se hallaba todavía en formación y cuando esta mujer podía ejercer sobre mí el gran hechizo de su personalidad y la autoridad de su singular inteligencia.
Recibí de ella lecciones de gramática y sintaxis española en primero de magisterio, luego literatura de España y universal, enseñanzas que completaba con unas prácticas escritas en las que incluía el necesario análisis sintáctico y gramatical, obligatorias lecturas y abundantes ejercicios de redacción; lo de escribir siempre se me dio razonablemente bien y a través de aquellas redacciones pude empezar a llamar su atención, a hacerle ver que existía. Se puede decir que escribía entonces «a la manera de…»; leí las poseías completas de Machado en la Austral y eran los redondos términos machadianos los que acudían a mis folios; la inmensa estepa rusa se reflejaba en mis papeles cuando estuve leyendo aquella interminable obra en cuatro tomos, «El Don apacible» de Mijaíl Shólojov, que obtuvo el Premio Nobel de literatura en 1965; la justicia social hizo su aparición después de leer «El cacique» de Luis Romero, ganadora del premio Planeta en 1963; las retahílas de palabras incomprensibles, después de leer a García Lorca (la metáfora es un arma peligrosa en plumas ignorantes)…
Ella sabía de aquellas influencias y las alentaba; comprendía que era lo mejor que podía hacer conmigo: animarme a seguir leyendo, dejándome influir por todo lo que leía y elaborando, poco a poco, mi propio criterio sobre aquel mundo nuevo. Creo que se llevó una gran sorpresa como profesora el día en que cuando hablaba de las rimas de Bécquer irrumpí en su discurso, siempre permeable, para decir en público que no sabía por qué le daba tanta importancia a las Rimas y Leyendas, que a mi me parecían suavonas, sensibleras y tópicas por su acendrado romanticismo, cuando la gran obra de Bécquer eran las Cartas desde mi celda. «Eso mismo pienso yo», añadió sin importarle darle la razón a un alumno impertinente. «¿Qué piensa usted de la poseía?», me dijo luego al hilo de aquella intervención, cuando se percató de que había superado a Bécquer. «Empieza a aburrirme», le contesté. «Tiene usted que descubrir otros lenguajes. Busque y lea algún libro de Dámaso Alonso». Eso hice, naturalmente, aquella misma tarde e Hijos de la ira, me hizo entrar en esos nuevos universos que, aunque dejé de cultivar cuando me dediqué al mundo de la Historia, nunca he abandonado.
Su curso de literatura española de tercero fue ya memorable; no puedo olvidar sus clases sobre «La literatura de la muerte», sobre «Cervantes y el tiempo del Quijote» (casi como lo hizo por las mismas fechas el gran maestro de historiadores Pierre Vilar), sobre la revolución que supusieron las generaciones del 98 y del 27… No enseñaba; transmitía vivencias; expresaba con todos los sentidos lo que su inteligencia le dictaba. Y así, fue haciendo que algunos de sus alumnos traspasáramos con ella el umbral de la literatura como asignatura de tercero, para impregnarnos de imaginación, de palabras, de formas y de vidas, que se sumaban a la nuestra para enriquecerla y para cambiarla.
«Ustedes tienen que tratar a los niños como personas, con seriedad en el fondo y con corrección en la forma» (a nosotros siempre nos hablaba de usted). «Los niños tienen un sentido de la justicia mucho más desarrollado de lo que ustedes se imaginan. Poténcienlo y procuren que nunca alguien, y menos un niño, tenga que decir delante de ustedes: eso no es justo». Esas eran sus enseñanzas y ese su ejemplo. En algunos de nosotros, ni las unas ni el otro se puede decir que cayeran en saco roto, aunque el saco no estuviera hecho de tan buen material como su caudal hubiera merecido.
Nunca tuve la ocasión de hablarle de aquella influencia y de agradecérsela, aunque sospecho que ella siempre lo supo. Cuando Juan Rodríguez quiso entrevistarla para ese libro del que he hablado antes ella se le resistió de manera contundente y, ante su perseverancia, un día le soltó: “Si quiere usted saber cosas sobre mi como docente hable usted con mis alumnos” y le citó expresamente dos nombres: Manolo Titos y Paco Martín Morales. ¿Qué mejor honor podía yo recibir que verme seleccionado por ella y emparejado con mi admirado dibujante y querido amigo Martín Morales con quien, sorprendentemente, nunca había hablado hasta entonces de esa influencia común de doña Tadea? Lo hicimos a partir de ese momento hasta cuando su salud lo permitió y su recuerdo fortaleció nuestro afecto mutuo y por ella.
Pero no sería justo si centrara exclusivamente mi recuerdo en la figura de doña Tadea. ¿Cómo olvidar la calidad humana y docente de don José Ulecia –hasta su marcha a Sevilla- y de doña María, después, en sus clases de Geografía e Historia? La paciencia de la buenísima María Luisa Almenzar ante nuestras constantes e impertinentes preguntas, revelándonos contra una Pedagogía rancia y desfasada que ella tenía que impartir siguiendo un manual que, era obvio, le gustaba tan poco como a nosotros. La simpatía y la chispa de María Luisa Calvo en su esfuerzo por enseñarnos los rudimentos del solfeo. Los esfuerzos de don Saturio para hacernos comprender lo incomprensible, al menos para mi, como era la cristalografía o los rudimentos de la biología. La apisonadora de don Agustín, con las horribles matemáticas, física y química. El desparpajo sorprendente de don Jacinto, enviando un magnetofón a clase para que oyéramos la charla sobre filosofía que había dado una hora antes, “porque a él no le pagaban para dar clase a tantos grupos”. Las repetidas clases de religión del buenísimo don Pedro, que simultaneaba sus tareas con sus labores parroquiales en Haza Grande. Las sesiones de teatro semi-representado dirigidas por Nieves. Los preciosismos de la caligrafía con don José Vera. Los trabajos manuales con el raspado de mesas, la encuadernación, la fabricación de platos irrompibles, de rejillas de rafia, talegas de red y, sobre todo, los horrores de la papiroflexia, inventada por los chinos para su propio sufrimiento y el de los demás…
Unos creían en su trabajo, otros, sencillamente, lo soportaban, como nosotros soportábamos un plan de estudios disparatado, con cursos que contenían hasta trece asignaturas. No se si aquel plan de estudios, que formó a los Maestros desde 1950 hasta 1969 era mejor o peor que los anteriores y posteriores porque no los conozco. Era sencillamente fruto de las circunstancias y de la necesidad de formar muchos Maestros de manera rápida, adaptando su formación a las exigencias de la estructura de la educación oficial de entonces, con una enseñanza primaria muy corta y un larguísimo bachillerato de seis años, dos reválidas y un curso más, previo a la entrada en la Universidad. El acortamiento del bachiller y el consiguiente alargamiento de la primaria, convirtió a los Maestros en Profesores de Enseñanza General Básica con aumento, tal vez, de sus conocimientos, pero con un claro deterioro tanto conceptual como histórico de su propia denominación.
No comprendíamos ni aceptábamos de aquella estructura, la rigurosa separación entre la Normal de “los niños” y la de “las niñas”. Esperidón ha contado como desapareció finalmente el biombo que, en la planta superior y como un muro sovietista marcaba dos territorios infranqueables. Yo creo que fue arrojado por el pretil al fondo de las escaleras rompiéndose en trozos irrecomponibles. La barrera física se podía romper pero la mental costó más trabajo. ¿Cómo hacerlo sin que aquello tuviera repercusiones académicas, con las que siempre se nos amenazaba o que siempre temíamos aunque no llegaran a materializarse? La influencia política y las estructuras familiares habían hecho de nosotros una juventud asustada e indefensa, aunque poco a poco se fueran encontrando los resquicios por donde podía expresarse un natural anhelo de rebeldía y una razonable ansia de libertad.
En segundo, liberados de tantos miedos iniciales, decidimos dar un paso “gigantesco”: la organización de una fiesta, un baile, para celebrar el Paso del Ecuador. Y “las niñas” colaboraron con entusiasmo a través de su delegada, la activa y entrañable Inmaculada Álvarez. Los contactos con el SEU para que nos cediera su sala de fiestas en la calle San Jerónimo, las negociaciones con quien llevaba el bar, la impresión de las entradas con su correspondiente ticket recortable que daba derecho a la primera consumición, las tareas de convencer a “las niñas” para que asistieran, a ver si de allí salía algún noviazgo que pudiera convertirse en “matrimonio pedagógico” y, sobre todo, resulta digno de recordar de aquel evento el pie en pared que ante tan escandaloso acontecimiento puso la directora de la Normal: “¿Un baile? Hasta ahí podíamos llegar”. Inmaculada y yo sabemos de la prohibición, las coacciones, las amenazas. Tuvimos la osadía de grabar alguna de ellas en el despacho de dirección con un pequeño magnetofón portátil que nos prestó Antonio Serrano y que ocultaba yo en el bolsillo de mi raída gabardina. Y, en fin, nuestra tenacidad se impuso, el baile se celebró con una gran asistencia y allí no pasó nada. Que se sepa.
La celebración de tan censurable evento nos preparó para una actividad más “normalizada” al año siguiente, como fue la organización del viaje de Estudios. París era nuestro objetivo. Galicia fue el resultado, para cuya consecución realizamos una multitud de tareas recaudatorias: Antonio se hizo cargo de un bar que montamos en un diminuto tugurio que había en el lugar por donde se accedía al torreón central, donde se daban las clases de dibujo, en el que conseguía producir y vender unos bocadillos de atún que quitaban, si no “el sentío”, sí el hambre entre aquellas interminables clases; fabricamos carteras rojas de bolsillo con el anagrama de la carrera de magisterio, carpetas azules portadocumentos, bufandas rojas y blancas, organizamos un festival de conjuntos musicales que se celebró en el salón de actos de las Escuelas del Ave María que había tras el campo de Los Cármenes aunque con escaso resultado porque al bueno de Andrés se le perdió en la Gran Vía el dinero de la recaudación; estuvimos a punto de alquilar el teatro Isabel la Católica para una representación teatral que realizaríamos nosotros mismos… En fin, un conjunto de actividades que crearon cuerpo para una unión entre todos los grupos y entre las dos Normales, la masculina y la femenina, con la que empezó a finiquitarse un sistema propio de los años cincuenta, comprensible entonces, pero totalmente trasnochado a la altura del año en que el hombre puso por primera vez el pie en la Luna, se produjo la rebelión del mayo francés, la primavera de Praga y su inmediato estrangulamiento por el régimen soviético, la revolución cultural china, la guerra de Vietnam con sus ofensivas y sus protestas, la publicación del “Hey Jude” de los Beatles o de “Beggars Banquet” de los Rolling y la irrupción en nuestras vidas de Paco Ibáñez, Juan Manuel Serrat o Lluís Llach, que venían a unirse al gran impacto que había representado unos años antes la aparición de “Al vent” de Raimon.
Era el final inevitable de un camino que, en algunos aspectos lamentamos porque ahí comenzó nuestra dispersión , enfrentados al gran problema que para nosotros representó el que en 1969, por primera vez en las últimas tres o cuatro décadas, no hubiera oposiciones al magisterio nacional, con lo que cada uno tuvo que buscarse su propio camino y ganarse la vida como buenamente pudo.
Pero aquel final marcaba también una nueva oportunidad: el mundo cambiaba ante nuestros ojos de manera acelerada y España también, aunque aún quedaran varios años para nuestra homologación política. Pero habíamos descubierto el placer del conocimiento, teníamos fe en nuestras propias posibilidades y llevábamos la mochila repleta de afectos imperecederos, de amores recién comenzados. ¿Qué más se podía pedir? Ahora descubrimos que la vida es corta para dar respuesta a tantas ambiciones, pero al final de nuestra tarea profesional podremos estar satisfechos si, como en la parábola de los talentos, llegada la hora de rendir cuentas podamos presentar crecido el caudal que cada uno recibió, segando donde sembramos y recogiendo donde esparcimos. Será la señal de que, dentro de las posibilidades de cada uno, hemos contribuido a hacer de este mundo un lugar más culto, habitable y solidario.
¡Salud para todos!
Manuel TITOS MARTÍNEZ