Julio Grosso Mesa: «Generación invisible»

 Los más lúcidos pasan el último tramo de su existencia realizando un completo ejercicio de desapego del mundo. Vendiendo sus bienes y alejándose de la familia. Los amigos van desapareciendo solos, uno a uno. El resto intenta no molestar demasiado y sobre todo, aspira a no sufrir en la cama de un hospital cuando llegue el momento. En realidad, no quedan tantos ya. De hecho, cada año son menos y hemos dejado de contarlos. No son rentables. Los que sobreviven, siguen estando a nuestro lado. Nos ayudan en silencio con los niños y comparten incluso su pequeña pensión, pero pasan desapercibidos. No conseguimos verlos. Aunque caminen tan despacio. Son invisibles.  

Juliette Binoche toma el sol en un banco una mañana del invierno. Por delante cruza una anciana encorvada, pelo blanco, abrigo azul y un gran bolso negro. La señora se acerca muy despacio a uno de esos grandes contenedores verdes de reciclaje de vidrio y saca una botella vacía. Intenta introducir el envase transparente en la boca del contenedor. No alcanza. Al lado, un joven que pasea un perro blanco hace un amago de ayudarla, pero desiste y continúa su andar acelerado. La anciana consigue deshacerse de su botella al tercer intento en una postura ridícula y luego retrocede -muy despacio- por donde ha venido. Binoche -la protagonista- ha permanecido toda la escena ausente, con los ojos cerrados, recordando una melodía familiar, la esplendida música de Zbigniew Preisner en «Tres colores. Azul» (Krzysztof Kieslowski, 1992). Un reflejo la deslumbra. Despierta. Fundido a blanco. ¿Ficción o metáfora de la realidad?

«Necesitamos dedicar a los ancianos una parte de nuestro tiempo. Acompañarlos. Escucharlos. Hablar con ellos, cuando aún se puede. Cogerles la mano. Agradecerles algo de todo lo que nos han dado»

Decía que conozco a una generación extraordinaria. El diccionario de la Real Academia define el término “generación” como el “conjunto de personas que por haber nacido en fechas próximas y recibido educación e influjos culturales y sociales semejantes, se comportan de manera afín o comparable en algunos sentidos”. La “generación invisible” reúne a nuestros ancianos octogenarios, los nacidos a finales de los años 20 o principio de los 30. Personas que comparten la misma capacidad de sufrimiento y el empeño por superar las dificultades. Que tienen, además, un secreto en común: sobrevivir.  

Es «extraordinario» haber nacido poco antes de una guerra y vivir la infancia en medio de un gran conflicto social, político y militar. Escapar durante años de los bombardeos, de las balas traicioneras, del odio y las venganzas familiares. Huir de tu ciudad para evitar las represalias. Separarte incluso de tus padres y hermanos y subirte solo a un tren sin conocer tu destino. La peor pesadilla. Y al final, acabar asociando todos tus recuerdos de la niñez con el rugir de los aeroplanos y las calles vacías por el pánico.  

También resulta del todo extraordinario superar una posguerra: el hambre, la miseria, la falta de educación. Sufrir una larga dictadura. Y a pesar de todo, colaborar en la construcción de una democracia. Su extraordinaria longevidad les ha permitido ser testigos del cambio: de siglo, de sistema político, de sistema productivo, del tránsito del campo a la ciudad, de lo analógico a lo digital. Durante ocho décadas han tenido tiempo de revisar sus opiniones sobre la vida y en algunos casos, incluso de corregirlas.
La siguiente generación, la nacida ya en la década de 1940, lo tuvo todo bastante más fácil: no vivió la guerra, sufrió menos tiempo la posguerra, tuvo opciones para estudiar en la universidad, aprovechó los años del desarrollismo, alcanzó los años 70 en plenas facultades y encabezó la locomotora de la Transición, llegando a ocupar grandes parcelas de poder.

La imagen de Juliette Binoche junto a la anciana octogenaria puede servir de metáfora de la sociedad actual, aunque la célebre película de Kieslowski tenga ya algunos años. Binoche representa el mundo de los protagonistas, jóvenes y adultos, casi siempre ausentes de la realidad o absorbidos por la rutina diaria, mientras que la anciana simboliza el universo de los secundarios, esa generación invisible que vive sola y pasa desapercibida delante de nuestras narices.

A partir de los ochenta años, el proceso de envejecimiento se acelera y se hace cruel. Cada año comienza a pesar el doble. Se agravan las enfermedades crónicas (la hipertensión, la diabetes, el colesterol) y crecen las enfermedades neurológicas (el alzhéimer). El día a día de cualquier persona se convierte en un sinfín de pastillas y consultas médicas, de dolores y noches de insomnio. Y también de soledad.

Es urgente un cambio de escena. Necesitamos dedicar a los ancianos una parte de nuestro tiempo. Acompañarlos. Escucharlos. Hablar con ellos, cuando aún se puede. Cogerles la mano. Agradecerles algo de todo lo que nos han dado. Y hacerlos visibles. Cambiar el olvido por la generosidad. En tiempos de crisis, suele repetirse ese lugar común de que «nadie es imprescindible». Y puede ser verdad. Pero, no es menos cierto que siempre nos necesitaremos los unos a los otros. Ahora y en el futuro. Durante toda la vida. Sobre todo, cuando lleguemos a la vejez. Cuando andemos muy despacio, pero ya nadie nos vea. La verdadera marginación es invisible.

JULIO GROSSO MESA

(Este artículo de opinión  se ha publicado en la edición impresa de IDEAL del  22/10/2013) 

 

 

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