Si hace solo unos días escribía sobre el buen tiempo y el “Veranillo de San Miguel”, hoy domingo, aquí en Granada se ha tornado gris, frío y lluvioso, hasta el punto que cuando he bajado a comprar el periódico, no me he podido resistir y he comprado unas castañas, que tanto me gustan y que tan buenos recuerdos me traen.
Recuerdos de antaño, cuando todo estaba por descubrir y el otoño era más otoño, o al menos en Salobreña se vivía de otra manera, más intenso, más familiar y más íntimo. No había casa que no tuviese como pieza principal de la vivienda, su mesa camilla y su brasero debajo de ella. En torno a la mesa camilla se sentaba la familia al completo: padres, abuelos, tíos, primos y algún que otro vecino. En el centro un brasero de picón para aquellos larguísimos inviernos de frío y lluvia.
Mi abuela Laura, era la encargada de preparar en el callejón el brasero, el rico brasero que tanto nos acompañaba a lo largo de la tarde y noche hasta el punto de salirme siempre “cabrillas” en las piernas de tanto acercarme a él. |
¡Qué recuerdos de la infancia, ese calorcito casero irrepetible, ese bocadillo contundente y reconfortante! (¿por qué los niños ya no comen hoy pan con chocolate, que para nosotros era todo un lujo?), esa falda camilla, esa fascinación por las llamas, esa llegada gozosa a casa tras el colegio, ese calorcito en las piernas al amparo de la gruesa tela que cubría la mesa camilla y que tanto favorecía la charla familiar porque nadie quería dejar ese cálido refugio. Eran otros tiempos, dicen. Pues sí, benditos tiempos que guardamos en el corazón.
Mi abuela Laura, era la encargada de preparar en el callejón el brasero, el rico brasero que tanto nos acompañaba a lo largo de la tarde y noche hasta el punto de salirme siempre “cabrillas”(*) en las piernas de tanto acercarme a él. No había fin de semana que no preparara la sartén que mi tío Modesto había preparado en la fábrica, con todos sus agujeros para asar las ricas castañas.
Nunca supe si me gustaban más las castañas asadas o las “mondaeras” que también se pelaban y que tanto me acompañaban en aquellos años de niñez y mocedad. Pasábamos las tardes sentados alrededor de la mesa camilla jugando al parchís, la oca, la lotería, las siete y media y tantos y tantos juegos que entretenían nuestra vida tranquila y sin ansiedad.
Ya decía mi admirado Mario Benedetti, que la infancia es un privilegio de la vejez, y no sé por qué la recuerdo actualmente con más claridad que nunca. Tal vez sea porque en la infancia todo transcurre tan rápido que apenas reparamos en ello, mientras que en la madurez y, sobre todo, en la vejez, queremos rescatar a toda costa esa época y tenerla siempre presente para que no se nos vuelva a escapar.
Yo creo que atesoro en mi memoria, cada día de frío, mesa camilla y castañas, cada juego compartido con familia, con amigos, con vecinos y por encima de todo con personas que marcaron mi infancia y mis recuerdos que hoy domingo han vuelto envueltos en castañas, en olores y sabores.
(*) Manchas o vejigas que se forman en las piernas por permanecer mucho tiempo cerca del calor del fuego.
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