Antonio Luis Gallardo: «Recuerdos de mi niñez»

Hay una etapa en la vida de las personas en las que los recuerdos de la niñez priman más que los hechos recientes y es precisamente esa etapa, como decía Pablo Neruda: «El niño que no juega no es niño, pero el hombre que no juega perdió para siempre al niño que vivía en él y que le hará mucha falta».

En aquel tiempo de la niñez, cuando las decisiones importantes se tomaban mediante un práctico: «Pito-pito gorgorito… ¿dónde vas tu tan bonito? …. A la era verdadera… pim, pom, fuera!»

Esa etapa de la vida en la que los errores se arreglaban diciendo simplemente: «Empezamos otra vez» y donde el peor castigo que te podía poner Doña Nati era que te hiciera escribir 100 veces, «Eso no se dice o eso no se hace».

Cuando tener unas perras gordas o alguna peseta muy de tarde en tarde solo significaba poder comprarte una bolsa de pipas o una bola de chicle en aquella máquina que tenía Paquito Franco colgada en la pared en su tienda de la Calle Cristo.

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Recuerdos entrañables de infancia en estos días de añoranza y nostalgia, me han venido de repente los famosos “mistos” para la pistola, que me trajeron un año los reyes magos, porque en aquellos tiempos sí que aún eran magos y algunas veces te traían lo que tanto soñabas.

La tira de papel llena de “mistos” la compraba en Casa de La Espartera, que aparte de vender carbón te vendían cualquier artilugio que buscaras. Aquella tira de papel llena de pequeños explosivos para la pistola era todo un lujo para la época, pues aunque pequeña de cantidad era grande en el sonido al explotar.

Ahora, me pongo a recordar y me da risa de cómo con tan poca cosa éramos tan felices y disfrutábamos tanto, cosas de críos de aquellos años 60.

No había en aquella época, nada más prohibido que fumar el primer pitillo Celtas o Peninsulares a escondidas y jugar con el fuego.

¡Tonto el último! Era lo único que nos hacía correr como locos hasta que sentíamos que el corazón se nos salía del pecho y parecía que no llegaríamos nunca a la meta ficticia.

Cuando caía la tarde jugar al escondite era lo más divertido, nos escondíamos entre los pocos coches aparcados en la calle, entre montones de piedras, en las puertas de la casas, siempre abiertas de par en par o en los montones de arena de alguna obra.

Cuando tu mayor desilusión era solo haber sido elegido último para el equipo del colegio, luego con la edad, ya vinieron otras más grandes.

Aquella leche en polvo que repartían en la escuela y que se pegaba al cielo de la boca sin posibilidad de despegar. Quitar las ruedas pequeñas a la bici significaba un gran paso en tu vida, para aquellos que tuvieron la suerte de tener una bici.

Todas estas simples cosas nos hacían felices, no necesitábamos nada más que un balón, una comba, un aro, unas tabas, un trompo o unas gomas, etc. y dos amigos con los que poder compartir juegos e ilusiones de niñez.

Aquellas colecciones de cromos, de futbolistas, de ciclistas, de Marisol, de Rocío Dúrcal; el mayor negocio del siglo era conseguir cambiar los diez cromos repetidos por el que hacía tanto tiempo que buscabas.

Mi torpeza para saltar a la comba, pues nunca aprendí. Creerte el Capitán Trueno o el Jabato con aquella espada de madera que me hizo mi tío Modesto en la fábrica y que tanto envidiaban mis amigos.

Sentarnos frente al televisor de mi abuela Carmen, con todo el barrio pendiente de los anuncios de Norit y ver ‘Rintintin’, los sábados y domingos.

Todas estas simples cosas nos hacían felices, no necesitábamos nada más que un balón, una comba, un aro, unas tabas, un trompo o unas gomas, etc. y dos amigos con los que poder compartir juegos e ilusiones de niñez.

Pues bien, ahora unos desalmados quieren quitarnos esos recuerdos y tantas cosas por las que hemos luchado, solamente argumentan que esta tierra Al Ándalus es suya, pero juro y perjuro que nunca dejaré que me quiten mis recuerdos, mi vida pasada, presente y futura.

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