Un Albert Einstein que escribe repetidamente en la pizarra ‘Mil formas de decir la palabra universo’ (Ed. Nazari) sirve de portada al poemario de David Vegue, nacido en 1980, «el año que mataron a John Lennon».
Su amigo, el poeta Juan Peregrina que le acompañará en la presentación, afirma que en este libro su autor «colecciona recursos estéticos y nos los va regalando espaciadamente. No tiene desperdicio su poética, es rica en matices como colorida en sus formas». Lo dará a conocer a los granadinos e interesados esta tarde, en la Librería Picasso, donde también intervendrá el editor Alejandro Santiago (19:30 h). Otro elemento que se destaca de este poeta es su capacidad de sugerencia pues «su poesía es capaz de transportarnos a lugares donde quizá solos no lleguemos».
Entrevista de Juan Peregrina Martín a David Vegue:
– Mil formas de decir el universo es tu poemario: ¿cómo lo definirías?
– Paradójicamente, una definición, aunque parece un instrumento de la precisión, siempre es imprecisa. Más que cerrar, inaugura espacios vacíos, busca un grado cero del pensamiento, diría Barthes, ilusorio y hasta pueril. En este sentido, evitar definiciones es el último gesto de generosidad que un autor puede tener con un lector. De hecho, cuando sucede al revés y es el lector el que define y etiqueta, hay un grado de apropiamiento de la obra, un intento de sometimiento que sería excesivo si viniera del mismo autor para con el lector. Dice Foucault que hay un punto común entre la castidad voluntaria de la vida monástica y las técnicas tántricas sobre el deseo: el intento de demostrar una capacidad de control absoluta sobre la sexualidad y lo instintivo. Entiendo que cuando un autor intenta definir su obra, trata de realizar algo parecido, un ejercicio de exhibición sobre su capacidad de control y autoconocimiento estético. Es un principio parecido al que lleva a un escritor joven, que está empezando, al exceso barroco. Ese barroquismo es un intento de demostrar que domina el lenguaje y, con la exhibición de ese dominio, de manera silogística, demostrar su capacidad y valía en su arte. Es una manera de autoafirmarse o reafirmarse ante sus compañeros de oficio, como diciendo “veis, yo soy capaz de esto, estoy a vuestra altura”. Volviendo a la definición, no sé hasta qué punto pertenece a la naturaleza de lo exacto someter a razón lo intuitivo. En todo caso, si tuviese que hacer un juicio, un ejercicio de conciliación, que se acercase a la definición sin vulnerar la naturaleza de la libertad, diría que Mil formas de decir la palabra universo es, o intenta ser, ante todo, una invitación.
– ¿Qué poesía te interesaba para escribir algo tan completo como este poemario?
– Decía Borges que uno no escribe lo que quiere sino lo que puede. A esto me gusta añadir que, entre otras cosas, porque lo que a uno le hubiese gustado escribir ya está escrito. La existencia de unos textos anteriores al tuyo, de unas lecturas, si quieres, previas a lo que uno hace, es un fármaco muy potente, que puede sanarte, mejorarte, o dejarte fuera de juego. Si por un lado enriquecen, te abren la mente o dinamizan las capacidades creativas, del lado de las teorías que defienden que la creatividad se estimula con otras creatividades, por otro lado te limitan, sólo te dejan un camino posible, hacer lo que no se haya hecho hasta entonces, o volver a hacerlo, variándolo para que parezca nuevo. Aquí está la ansiedad de influencias de Bloom y la reescritura continua de la tradición. Son muchos los que consideran que en un escritor, en un poeta, lo decisivo son sus lecturas. En una entrevista escuché a Benjamín Prado referirse a este proceso como a armar un puzzle. La manera en que un poeta destile todo lo que ha leído, como el que coge muchas flores para obtener una gota de perfume, una gota que imite el olor natural de las flores, el que consigue meter la mayor cantidad de flores en esa gotita —decía él—, ese es el gran poeta. No sé hasta qué punto es exactamente así. Aquí hay una concepción de la literatura como un diálogo constante de la literatura consigo misma, y en parte es así. Pero también hay otras opciones, otras formas de literatura menos narcisistamente literarias, más salvajes o más imaginativas, en donde ese diálogo también ocurre, pero si es inevitable, incontrolable, lo que sí es controlable es su papel en escena, y hay otras propuestas en donde este diálogo ocurre en segundo plano, digamos, y no como actor principal o como argumento, sino como escenario de fondo de otros procesos. En todo caso, yo soy un lector muy poco definido. Si se me va a juzgar o a abordar por el procedimiento de cuáles son mis lecturas, como lo que decía Cortázar de “si quieres saber cómo escribe alguien, no le preguntes por lo que escribe, sino por lo que lee”, estos son los datos que puedo dar: casi todo lo que leo es poesía o ensayo; sólo de manera ocasional vuelvo a la novela. Respecto a la poesía, me gustan todas las propuestas. Recuerdo a Dalí diciendo que era falso que a él no le gustara no sé qué pintor, que a él le gustaban todos los pintores, sólo que unos mucho y otros muy poquito. Extrayendo de aquí el cinismo daliniano, a mí me sucede lo mismo, me gustan todos los poetas, todas las propuestas poéticas que leo, sólo que unas mucho y otras muy poquito. Volviendo a Borges, todo poeta, decía el argentino, es capaz de escribir el mejor verso de la literatura, pero también los más desdichados. Cuando leo, me centro en la primera cláusula. Puede que la sensación de completo a que aludes, que sin duda es ilusoria, provenga de esta diversidad de gustos. Pero seguramente me equivoque.
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