Cada vez estoy más convencido de que la utilización que el hombre hace del lenguaje está más gastado e instrumentalizado y, por tanto, que no define mínimamente con claridad los referentes de forma unívoca, por lo que todo queda en una ambigüedad que a veces resulta exasperante. Es verdad que el lenguaje común es frecuentemente impreciso y connotativo frente a la forma de expresarse que tiene un científico, por ejemplo, en el que las palabras son sustitutas fidedignas de las cosas a las que se refiere. Sin embargo, en el derecho, en general, y en el lenguaje jurídico en particular se admite tanto la vaguedad, que uno termina por no saber con exactitud de qué se está hablando; hasta tal punto se produce esta circunstancia, que las palabras las retorcemos, las interpretamos y hacemos un amasijo con las mismas, de tal suerte que los hechos casi nunca aparecen como han debido ser al leer las sentencias judiciales.
La interpretación y la valoración que un juez, un fiscal o un político hacen de una circunstancia, o de un objeto, serán diametralmente opuestos en función a que se apoyen en unos «principios teóricos» o en otros. Así pues, claro está, cuando en una sociedad como la nuestra, que se encuentra tan profundamente polarizada en el plano político y en la que los poderes del estado se encuentran tan distantes en el acuerdo y tan cercanas en el desacuerdo, tienen mucho que ver con las convicciones o intereses que tienen los legisladores o jueces para que una acción sea considerada como buena o como maliciosa. Sin embargo, son, precisamente, esos «principios teóricos», cuya esencia reside en el lenguaje, los causantes de que la ciudadanía se encuentre cada vez más perdida, alejada de la realidad y muy lejos de distinguir, con la claridad necesaria, si los comportamientos humanos se ajustan a las normas impuestas y aceptadas por la colectividad.
De esta manera, nos encontramos con que determinadas normas éticas, arraigadas en el sentimiento y en el pensamiento de una civilización (como por ejemplo el asesinato), ha adquirido a lo largo de muchos siglos de la historia la condición de convicción social como algo execrable, repugnante e infame, que surge de la maldad y que atenta contra la propia naturaleza del hombre y de la sociedad. Antes bien, si la maldad, mediante el lenguaje, encuentra su justificación en las alteraciones psicológicas del individuo o interpretando arrebatos mentales, según convenga (aunque en algún caso fueran ciertos) o circunstancias ambientales o mil motivos diferentes, me parece a mí que se está generando un germen del que algún día tendremos que arrepentirnos por ser terreno abonado para los populismos.
Digo yo, que si preguntamos a cualquier militante o simpatizante de cualquier grupo político su opinión sobre el saqueo de las arcas públicas, sobre las violaciones a las mujeres tanto individuales como grupales, sobre la pederastia y su difusión en Internet, sobre el asesinato, sobre el crimen organizado; sobre la trata, explotación, vejación y asesinato con saña de mujeres, niños y niñas; sobre el terrorismo indiscriminado y cruel, sobre el secuestro para el tráfico de órganos, sobre la quema de bosques de forma intencionada, sobre la tiranía de los que obstentan el poder por la fuerza de las armas contra la población civil y un sinfín de casuísticas en el que el mal está en carne viva, tengo la certeza que la respuesta sería unívoca y con su consiguiente referente: «A la cárcel». Esta sería la contestación más benévola de toda la gente de bien, porque para otros menos piadosa la respuesta sería distinta: «Yo estoy a favor de la prisión permanente para casos de extrema gravedad. Lo de revisable es un aderezo para pusilánimes».
El ciudadano, en general, a veces, tiene la sensación de que los que delinquen «entran por una puerta y salen por otra», o lo que es lo mismo, que los perversos reinciden cuantas veces sean necesarias, porque son conocedores del paraguas legislativo que les protege y de las grietas que les ofrece el sistema democrático para poder burlar a la justicia y a sus brazos ejecutores. «Se las saben todas» -dicho de una manera más castiza-.
En estos momentos en que se ha abierto la puerta para derogar la prisión permanente revisable en nuestro país (menudo eufemismo), parece ser que nuestros legisladores no han estado, como casi siempre, a la altura de la circunstancia y se ha actuado más pensando en otras tristes realidades de nuestro pasado histórico que en el sentimiento de la colectividad, que es un clamor popular. Parece que no se entiende que no se trata tanto de recuperar la pena de galeras a quien esquilme, como algunos pretenden justificar, sino más bien de proteger a la sociedad de estos individuos y, sobre todo, la protección a la infancia como un deber inexcusable al que todos debemos contribuir.
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