Me he propuesto resistir la tentación de escribir un artículo sobre el Valle de los Caídos, pues doy por cierto que en los tiempos que vienen seremos asediados por tribunas que pontifiquen opiniones personales y oficiales. Lo que sí haré, obedeciendo a un imperativo ético que me he autoimpuesto, será una llamada a nuestro instinto más cívico para conducir la exhumación del Caudillo de la manera contenida y respetuosa que tanto el episodio histórico como el amperaje emocional demandan. En tanto que metáfora, el Valle de los Caídos representa la herida por la que se desangra nuestra memoria histórica y, por consiguiente, los sucesos que acontezcan en el medio plazo deberán ser tratados con el rigor y solemnidad que exigen las cuestiones más trascendentales para el ser humano y que abarcan un amplio espectro semántico que viaja desde el duelo hasta la dignidad, haciendo un alto en la redención.
La experiencia me ha dotado de un instinto premonitorio un tanto peculiar, ya que mi talento consiste en adivinar lo que no va a ocurrir. Con los años he aprendido que si algo tiene demasiada lógica nunca sucederá, por aquello de que el sentido común es el menos común de los sentidos entre los hombres. Esto me hace sospechar que ocurrirá exactamente lo que no queremos -y no podemos permitirnos- que ocurra. Nuestro cainismo crónico y la paulatina polarización ideológica a lo largo y ancho del tablero político me llenan de dudas.
Me preocupa el papel amplificador que a buen seguro jugarán las redes. Por ejemplo, es fácil vaticinar la circulación masiva de imágenes repletas de nostálgicos del Régimen aprovechando la total y momentánea gentrificación de estos correligionarios en el mausoleo para hacer una proyección tramposa de nuestra fibra social. Hace tiempo que la verdad, toda la verdad y nada más que la verdad, ha dejado de ser un fin en sí misma para convertirse en un obstáculo para las intenciones divulgativas de cada cual.
Esta interpretación selectiva de la evidencia es indispensable para generar la polarización ideológica a la que he aludido anteriormente, y en base a la actividad política reciente de nuestro país he llegado a convencerme de que este es un proceso que se puede diseñar, ejecutar y actualizar a voluntad.
“Existe el miedo al examen de conciencia, por si al darnos de bruces con la realidad esta resulta no ser de nuestro agrado, no parecerse a lo que nos han contado o, peor aún, no otorgarnos la razón. ” |
Lo primero que se necesita es una ideología, es decir, un credo vertebrador de un sistema de memorias, valores y objetivos colectivos. La ideología será de excelente calidad si alcanzada su máxima degradación deviene en egoísmo grupal. Una vez perfilado el marco ideológico habrá que desarrollar un engranaje que posibilite su difusión de manera eficaz para el proselitismo y la catequesis. La propaganda está llamada a jugar un papel trascendental en la distribución masiva del dogma ideológico y, por repetición, en el adoctrinamiento de sus valores. Por último, necesitaremos a alguien que personalice las esencias de esa ideología y tenga la capacidad de transmitir su mensaje de acuerdo a las líneas definidas por el aparato propagandístico, que para entonces habrá diseñado un prototipo de carisma para el líder y manufacturado la parafernalia necesaria para deificarlo (cuñas publicitarias, camisetas, pósteres y similares). Puigdemont, Rivera, Sánchez y Casado dan fe del revival del culto a la personalidad al que asistimos.
Si combinamos bien estos elementos estaremos en disposición de que nuestro electorado asimile nuestro ideario de manera acrítica, y este desplazamiento de la razón es, por definición, el fanatismo. Para vacunarnos contra este virus tendremos que imponernos en este punto una reflexión sobre los conceptos de lealtad e incondicionalidad. Tal y como yo lo veo, mientras que la lealtad es la respuesta asertiva a un estímulo positivo, la incondicionalidad consiste en dar continuidad a esa respuesta una vez desaparecido el estímulo. Tan pronto como la respuesta se vuelva cautiva de la causa que secunda, estaremos abriendo la puerta al pensamiento único y a mecánicas de corte tribal.
El problema es que todos estamos configurados para hacer una interpretación de la realidad favorable a nuestros intereses. Todo sería más fácil si adquiriésemos el noble hábito de la autocrítica, pero no se estila y su desuso solo multiplica la aparición de enemigos. Además existe el miedo al examen de conciencia, por si al darnos de bruces con la realidad esta resulta no ser de nuestro agrado, no parecerse a lo que nos han contado o, peor aún, no otorgarnos la razón.
Yo no creo en la razón como concepto expresado en absoluto. Prefiero hablar de razones circunstanciales, porque he aprendido que personas que habitan la misma realidad esgrimen razones distintas en función de su educación, experiencia, sentimentalidad y sesgo ideológico. Por eso, en tiempos de máxima polarización, deberíamos plantearnos qué estaríamos dispuestos a hacer si después de empeñar nuestra vida a una causa nos diéramos cuenta de que la razón, o una parte representativa de ella, no estaba de nuestra parte.
(Nota: Este artículo de Opinión de José Lobato se publicó en la edición impresa de IDEAL Almería, Jaén y Granada, correspodiente al jueves, 2 de agosto)
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