Hace tiempo me envió Pedro López Ávila su poemario Un paraíso de niños. Nunca durante estos cinco últimos meses he dispuesto del tiempo adecuado y del sosiego que yo necesito para leer poesía, la buena poesía, hasta esta tarde, al lado del mar, en que parece que todo duerme bajo este cielo y este mar infinitos. Al compás de este ligero ventalle y bajo esta sombra que me protege de la ardiente luz del sol divino, el lenguaje poético de este poeta se manifiesta diáfano, como si nombrara de nuevo las cosas y las vivencias que el yo lírico ha experimentado a lo largo de los años. Y como lo consigue en la mayor parte de sus poemas, de sus partituras, el autor de A propósito del recuerdo y del olvido es un creador emotivo y reflexivo.
Pedro López Ávila levanta Un paraíso de niños con 24 bellas y risueñas deidades. Es decir, organiza el autor de otro gran libro de poemas titulado Del azul nacen los caballos esta nueva obra en dos partes: “Amor otoñal” y “Otros territorios”. Cada una de ellas encierra el mismo número de poemas, 12, si bien la primera sección presenta mayor cohesión temática y lírica que la segunda, aunque todos los poemas que las nutren nos hablan de los temas que al hombre ha preocupado y ocupado: el amor, el deseo, el paso del tiempo, la eternidad… Todos estos temas, por otra parte, son ya lugares comunes en la poesía, la novela, el teatro; o sea, en la literatura y en las artes en general. Por ello, un poeta o un autor no se distingue de los demás creadores por “el qué” (plano del contenido) sino por “el cómo” (plano de la expresión), formulado en términos estructuralistas, aunque yo siempre he pensado que significante y significado se reclaman mutuamente en el signo poético. Y aquí es donde descansa la diferencia entre un poeta mediocre y otro de notable calidad lírica, según quiero observar en la poesía de Pedro López Ávila.
Un paraíso de niños (el sintagma compuesto creo haberlo leído dos o tres veces a lo largo del libro) se abre con el bellísimo poema elegíaco “Nuestro espejo”. El título, de por sí un acierto, conmueve por la música sosegada de sus sílabas, hasta casi al final del texto donde el ritmo se precipita por el suave encabalgamiento con que acaba la última paraestrofa:
Ahora, tú y yo solos, a cielo abierto,
recordando las cosas que se han ido,
cogidos de la mano, en esta hora
difusa, pareciera que se espejan
otros reflejos desde otras distancias
con otra luz de otros ecos azules
en la que el tiempo se rompe en el aire
y queda suspendido en el recuerdo.
El segundo poema, “Cuando se ama”, de ecos sanjuanescos y de La voz a ti debida de Pedro Salinas, nos sumerge en el misterio del amor pero cantado con sencillez y lenguaje llano, que no plano. El siguiente poema, “El tiempo en el otoño”, desprende no solo ritmo decadente sino aromas y colores misteriosos que sumen al lector en un vacío auroral:
Sospecho que nos enlazan los astros
antes de que fuéramos esperanza,
como si otros inmensos ojos abiertos
a otras grandiosas auroras
nos vieran desde la profundidad.
“Un espejo roto” es un hermoso e inspirado relato en el que el lector percibe y siente cómo se evapora o se consume en un ardiente suplicio el vehemente y fogoso deseo de otros días. Conecta en cierta manera con el primer poema, “Nuestro espejo”. Sin embargo, el realismo mágico con que está envuelto este último delata con fuerza arrolladora un alma humana:
Ya no espero nada de nadie,
tus besos pueden esperar sin prisa
y no es que se haya entibiado el amor
es que ahora es distinto, es distinto,
es tan distinto como la sonrisa
y la batalla, como las espinas
y el perfume de la rosa.
“Desnudos y libres”, que ocupa el quinto lugar, si no he contado mal en mis notas críticas, nos habla del amor no etéreo, ni platónico, sino del amor al cuerpo (en este sentido se diferencia Pedro López Ávila de voces tan sublimes como la del poeta Pedro Salinas). Claro está que se equivoca quien pretenda ver en estos versos antes el deslumbrante fuego que la suave llama. Por esta razón la música se despliega en el poema como si estuviéramos escuchando una sinfonía italiana:
¿No ves, amor mío, que cuando me amas
se transforman nuestros cuerpos,
se renueva la luz de nuestros ojos
y sentimos desde arriba la hermosa
grandeza del abrazo que nos une?
Y termina el poema con esta urgencia, que si no fuera por el uso que el poeta Pedro López hace de la síndeton y la nota enérgica de sus versos, nos recordaría a cierto poema de Martínez de la Rosa, mas sin el sello romántico ramplón de este:
Entreguémonos nuestros cuerpos, bésame,
vamos, corre, ven y llévame contigo
a tus intimidades hasta agotar
mi experiencia para que amanezcamos
como llegamos: desnudos y libres.
“Amor cortés” es un poema con título de una pensada ambigüedad. Pero no piense el lector que el poeta granadino ha retrocedido a la poesía lírica de la lengua occitana. No, aquí el enamorado no llega hasta su dama izado en una canasta, ni asedia castillos, ni presenta relación de vasallaje. Aquí no hay relación secreta, ni adúltera, ni prohibida, sino celebración y abrazo de la vida:
Te veo por las lluvias,
por el sol de las palomas,
por los colores contra sus lienzos
y por las rotas olas del poniente.
Cuando se levanta el viento,
eres tú lo que veo
y vuelvo a ser contigo vida.
Así te veo, amor.
Los seis restantes poemas de esta sección constituyen un compendio de un mirar más a lo lejos (“No somos los mismos”), de unir maravilla y miseria (“Atrapados en el amor”), de celebrar la fiesta, la vida, de otra manera (“Nochevieja”), de un saber estar en la vida y aceptar los muros de la existencia (“¿Me podrías explicar, por favor, …?”), de un ir contigo (“Día de otoño”), de asombrarse ante la creación siempre rediviva (“Paisaje y tiempo”).
La segunda sección de este libro, precedida de sendas citas de Vicente Aleixandre y Rainer María Rilke, titulada, según apunté al principio, “Otros territorios”, son trozos de un microcosmos que el lector va desbrozando hasta descubrir el sentido de la palabra poética: paraíso, tiempo detenido, luz, sombra, silencio, dolor sentido, vértigo, ceniza del olvido, utopía, espejo, sueño desvanecido, fuego que hiere, armonía profunda, queja melodiosa, lucha con la palabra para que diga, felicidad plena…
¿A esto solo se reduce Un paraíso de niños? No, ciertamente. Podría seguir hablando de este conjunto poético más tiempo y alargando este comentario crítico, así como aclarar o descifrar otras claves poéticas encerradas en él, mas creo que les quitaría protagonismo al libro mismo y a su progenitor. Por eso, para terminar y dejar que el lector descubra por sí esta hermosa poesía (hermosa por sus nuevas imágenes, sus inusitadas sinestesias, su ritmo, su dulce melodía, sus sílabas contadas, sus grupos fónicos acompasados, su nueva manera de hablar de las cosas y cantarlas, sus paradojas, sus jugosas antítesis, sus acertadas elipsis, etc.), yo concluiría diciendo que leyendo este nuevo (¿o tal vez viejo?) libro de Pedro López Ávila parece que el alma queda sosegada, que la vida se transforma en un instante, que el pálpito del corazón late con una cadencia de alegría desconocida, que los sentidos se impregnan de aromas rojos, verdes, que el hombre abre por vez primera los ojos para ver la luz. En fin, recordando una rica expresión leída en no sé qué comentario sobre la Poesía, esta poesía de Pedro López es otra forma muy distinta de explicar el sentido de la vida del hombre. Diríase que para Pedro López Ávila y sus lectores todo pasa y vuelve, que teje y desteje la existencia. O dicho con palabras de nuestro poeta:
Imagino que hay días en la vida
en que el deseo anula a la razón
para asomarnos a lo que no vemos
desde una profundidad más oculta.
Y, entonces, al contemplar la caída
de los días, vislumbro que es violenta
la vida, el tiempo un espejo mudo
y una furiosa quimera el espacio.
José María de la Torre
Salobreña y julio de 2018
VIDEO-POEMAS DEL LIBRO:
«Imagina», poema perteneciente al libro «Un paraíso de niños
Y uno piensa. Poema perteneciente al poemario «Un paraíso de niños»
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