Hace diez meses, al principio del curso académico que ahora termina, escribí en esta misma página una tribuna titulada ‘Granada me duele’, donde reflexionaba en voz alta y sin filtros sobre la deriva de la ciudad durante las últimas décadas y criticaba la paciencia de los granadinos frente a la dejadez y los reiterados incumplimientos políticos con esta tierra.
Hablaba entonces de un sentimiento popular de total resignación, un conformismo cercano a la indolencia, que había superado incluso a la mítica «malafollá», en todo lo relativo a los retrasos de las infraestructuras básicas y sus consecuencias directas: el aislamiento ferroviario, el grave deterioro medioambiental y el gravísimo problema del paro y la fuga del talento granadino.
Hagamos memoria. En los años ochenta, Granada era una ciudad emergente, universitaria y diversa. Una ciudad abierta que había dejado atrás las peores décadas de su historia, pero que había sabido conservar lo mejor de su patrimonio: monumentos, plazas, fuentes y bulevares. Su ayuntamiento estaba gobernado por un profesor universitario con solo 33 años, pero muchos planes de futuro. La Universidad de Granada era la primera de Andalucía. La Alhambra, un monumento donde los granadinos solían pasear los domingos. Granada era la típica ciudad de provincias de tamaño medio, cómoda y barata. Pero, con mayor riqueza cultural que Málaga y Sevilla.
Sobre esa base construyó su modelo de ciudad Antonio Jara. Un modelo que dirigió personalmente durante doce años, que luego heredó Jesús Quero y que tuvo su prórroga en los mandatos de Díaz Berbel y José Moratalla. Fue un modelo con muchas luces: la circunvalación, los palacios de Deportes y Congresos, el Parque de las Ciencias, la Huerta de San Vicente, la declaración del Albayzín Patrimonio de la Humanidad, el Mundial de Esquí, etc. Pero también con algunas sombras, nacidas de las improvisaciones, que se fueron haciendo muy densas: la destrucción de la Vega, el dominio del coche, la despoblación del centro histórico, la corrupción política, la venta y desintegración de empresas granadinas, como CajaGranada.
En 2003 llegó José Torres Hurtado y quiso crear un nuevo modelo de ciudad a su imagen y semejanza. Su modelo no era nuevo, sino todo lo contrario. Aprovechando los años de vacas gordas de la ‘burbuja inmobiliaria’ y sus numerosos contactos políticos como congresista, senador y delegado del Gobierno, logró llevar al extremo la especulación urbanística, sustituir los árboles por el cemento, concluir la privatización de las empresas municipales, entregar la ciudad al turismo y sobre todo, iniciar un bloqueo institucional en todos los proyectos decisivos para el futuro de la ciudad: metro, AVE, segunda circunvalación, etc.
«Debemos pararnos a pensar Granada. Más allá de los intereses particulares de cada cual. De cada partido.[…] Es el gran reto. Y también nuestra gran oportunidad. Hay que buscar, entre todos, un nuevo modelo de ciudad más habitable. Es urgente.” |
Bajo la apariencia de un hombre sencillo y cercano, Torres Hurtado ejecutó una política de tierra quemada con el resto de administraciones, principalmente la Junta de Andalucía, que duró nada menos que trece años y que se visibilizó en los continuos desencuentros institucionales, como la puesta en marcha de la LAC, la alternativa municipal al metropolitano impulsado por la administración andaluza.
De cara a la galería, Torres Hurtado desarrolló una política personal, populista y megalómana, donde él era el principal protagonista en las inauguraciones de obras y eventos culturales, en las verbenas de barrio y hasta en la procesión del Corpus y la cabalgata de reyes magos.
Pero todo acabó con un giro inesperado, el 13 de abril de 2016, cuando la Policía Nacional detuvo e imputó al alcalde como presunto líder de una trama de corrupción urbanística, el caso Nazarí, al que después siguieron muchos otros (Serrallo, Mulhacén, Emucesa, etc.) La factura de este segundo modelo de ciudad ha sido excesivamente alta e injusta para los granadinos: 298 millones de deuda municipal; una ciudad en quiebra y totalmente bloqueada: cuatro años sin tren, 19 esperando la llegada del metro y la segunda circunvalación; una ciudad contaminada: 130.000 vehículos diarios en la circunvalación han logrado que Granada tenga el aire más tóxico de su historia; una ciudad sucia y degradada, donde se han abandonado los barrios y a sus vecinos.
Es obvio que Granada necesita más parques y zonas verdes. Más fuentes y sombras en sus paseos. Más limpieza y seguridad en sus barrios. Mayor respeto a las ordenanzas municipales sobre ocupación de la vía pública, ruidos, animales domésticos y consumo de drogas. Que merece un turismo ordenado, que encuentre su límite en la convivencia vecinal. Un plan de movilidad del área metropolitana. Un plan de viabilidad económica. Y muchas cosas más. Grandes objetivos que el alcalde Paco Cuenca no ha podido -o sabido- resolver en sus tres años de mandato.
Hoy, diez meses después de aquella primera opinión, recién inaugurado el AVE que nos conecta con Madrid y Barcelona, pasadas las campañas electorales, es el momento ideal para hacer balance y definir un tercer modelo de ciudad, válido para las próximas décadas y generaciones. Un modelo de ciudad más humana y sostenible, más limpia y segura. También más igualitaria y respetuosa. Donde el granadino que paga sus impuestos y vota cada cuatro años, esté en el centro de las decisiones municipales. Hay buenos ejemplos donde copiar: Pontevedra, Vitoria, Copenhague.
Debemos pararnos a pensar Granada. Más allá de los intereses particulares de cada cual. De cada partido. En una tarea compartida entre políticos, vecinos, empresarios y agentes sociales. Un trabajo colectivo, basado en el diálogo y el debate, que debe liderar el nuevo alcalde, Luis Salvador, y su equipo de gobierno. Es el gran reto. Y también nuestra gran oportunidad. Hay que buscar, entre todos, un nuevo modelo de ciudad más habitable. Es urgente.
(Nota: Este artículo de Opinión de Julio Grosso Mesa se publicó en la edición impresa de IDEAL, correspondiente al sábad, 6 de julio de 2019, pág. 23)
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