Isidro García Cigüenza: «Pedagogía caminera. Mi mejor maestra: una burra andariega»

¿Me creeríais si os digo que “Mo”, mi burrita actual, sabe hablar? Quiero decir que, aunque con ciertas variaciones prosódicas y giros expresivos, conoce y practica el lenguaje humano casi tan bien como yo. La explicación de tan portentosa cualidad os sacará de dudas cuando conozcáis la estirpe de la que procede. El asunto viene de lejos. Hace algunos años, necesitado de una compañera para mis proyectos pedagógicos, pensé hacerme con una burra.

 Siguiendo la máxima de “A arriero nuevo, burra vieja…”, hallé a la abuela de esta “Mo” en un cortijo situado justo a la vera de las ruinas romanas de Bolonia (Tarifa): un antiguo secadero de pescado donde, años ha, se producía el famoso “garum”, condimento muy valorado en todo el Imperio. Se hacía llamar “Molinera” y la encontré un tanto deteriorada físicamente, debido al abandono en que la tenían sus dueños, tan ancianos como ella. Fue a base de rebosantes pesebres y muchos mimos como conseguimos, su albéitar y un servidor, devolverla a su ser.

Mi asombro fue mayúsculo cuando, en una de nuestras muchas correrías por colegios e institutos de la Serranía de Ronda, con el teatro de marionetas y demás apechusques a cuestas, descubrí que había veces en que sus movimientos peristálticos de orejas y rabo se repetían sistemáticamente, siempre de la misma manera y una y otra vez. Así, de modo parecido a como le sucediera a Champollion con su Piedra de la Rosetta, averigüé también yo que aquellos giros pediculares, dobleces, idas y venidas, no hacían otra cosa que responder a las preguntas que yo, en mi ensimismamiento y voz alta, me dirigía a mí mismo: “Molinera, ¡seguro que tienes hambre! ¿Hacemos una paradita para descansar? ¿Te pesa mucho la carga?. Y fue así, de esta manera tan acientífica pero recurrente, como apenas trascurridas unas semanas conseguí descifrar todo el riquísimo vocabulario orejudo-rabonal que el animal portaba en su interior.

No contaré (a no ser que lo pidáis) ni las profundas conversaciones que mantuve con ella en vida, ni cómo falleció la pobre (lo dejo para otra ocasión porque el asunto me pone los ojos tan vidriosos que me impide el escribir…), pero sí diré que fue precisamente ella la que me aclaró que sus ascendientes por vía paterna, los equus asinus serranocensis, provenían de aquel portentoso e irreverente “Asno de Oro” de Apuleyo. Asno que, según cuenta la leyenda, resultó ser en sus orígenes un apuesto joven greco-romano metamorfoseado y condenado a revertir en un intelectual dentro de la piel de un burro. Y todo, a causa su afición a la magia y a las malas artes (desgracia que, por cierto, permanecerá a lo largo de los tiempos hasta que algún bienhadado desencantador venga y desembruje esta estirpe asnal).

Isidro y su burrita en Granada

También mi afición a la Pedagogía y a los burros tiene su historia. Pero no abundaré en ella, interesada lectora, desocupado lector, porque el “aburrir” no es cosa precisamente que me deleite ni interese. Sólo reseñar que fue “Caparra”, un hipocondríaco maestro de primeros estudios, quien, sin pretenderlo, me inculcó ambas y complementarias vocaciones. La semilla me la sembró el malhadado cuando, siendo yo una más de las muchas víctimas inocentes de la virulenta dictadura que imperaba, con gran estupefacción por mi parte castigó sin motivo alguno a mi amigo “Cotelo”. Y lo hizo de la manera más humillante que se practicaba aún en aquellos días: sacando del armario unas enormes y ajadas orejas de burro que, asidas por una cinta amarilla circular, colocaba el maestro a modo de corona en la cabeza del sancionado. “Yo te nombro rey de los burros –profería el desalmado cada vez que oficiaba semejante liturgia, provocando la risa y burla de los concurrentes. Aquello me dolió particularmente porque “Cotelo”, mi amigo, era para mí el más grande sabio que pariera la historia pues lo dominaba todo: trepar a los árboles, hablar con los pájaros, dominar el juego de las canicas y relatar de una forma vívida y apasionada las aventuras del famoso tebeo “Capitán Trueno”.

Pero, volvamos a la senda que traíamos. Siguiendo los sabios consejos de aquella burrita es como descubrí las bondades del “Aprender caminando». De abrir los sentidos a todo lo que nos rodea, de mejorar la salud y desarrollar la inteligencia. Y todo, volviendo a ser lo que nunca debimos dejar de ser: animales bípedos que hacen progresar su civilización a base de ir por la vida con las piernas y los brazos sueltos, el cuerpo erguido y la cabeza bien alta (al contrario que sucede con la movilmanía que impera hoy en día).

Ella, la burra, no hacía sino insistirme en aquello de: “¡No seas cruel!” “¡Saca esos niños de las aulas!” “¡Quítales esos libros de texto de delante!” “¡No les calientes las cabezas con teorías efímeras, hoy vigentes y mañana obsoletas!” “¡Muéstrales la realidad para que , en mutua colaboración, construyan su pensamiento!” “¿Pero no ves que son niños aún?” -me reprochaba. “¡Déjales vivirrrrrr!” –concluía, rebuznándome a grito pelado y de forma estentórea.

Nueva andadura

Inicié mi nueva andadura pedagógica por el patio del colegio de aquella escuela unitaria primero, por calles y talleres de otra localidad después, y por rutas senderistas y yacimientos geofísicos y culturales más adelante. Los orígenes de mi vocación magisterial se remite a los antiguos filósofos presocráticos y, más actualmente, a las ideas revolucionarias plasmadas en el “Emilio” de Rousseau. Pero no corramos en esto de largar así como así “la batallita del viejo profesor” haciendo caso del dicho italiano: “Qui va piano, va sano e va lontano”. Eso, y algo más, lo contaré también otro día si se me permite.

Sí añadiré que comencé mi pedagogía itinerante con excursiones ocasionales y experimentos de investigación en el entono, para acabar impartiendo todas las clases (las de Matemáticas, Lenguaje, Química, Música, Plástica, et…) en la mismísima calle. Así, siguiendo la estela de aquellos filósofos “peripatéticos” que, al decir de la burra, “ayudaban a pensar” a sus alumnos a base de discurrir por sí mismos, al tiempo que pateaban los alrededores del Ágora y El Liceo, también yo establecí unos recorridos, hitos y recursos que hicieron posible revertir el orden establecido: sólo permanecíamos en clase dos horas o tres a la semana (exactamente el mismo tiempo que hoy dedican los muchachos a estar en la calle mientras dan la asignatura de educación física.)

¡Ufff! De nuevo me he ido por las ramas… Prosigamos con la sesuda descendencia de mi extinta burra Molinera, que es lo que os venía a contar. El origen de su hija, una ruchita preciosa con la que, entre otras cosas, hice el viaje hasta la Universidad de Salamanca, tratando de recuperar la ruta literaria que en el siglo XVII hiciera el Escudero Marcos de Obregón de Vicente Espinel, resultó ser fruto de una noche de locura entre ella, su madre, y un burro mohíno “de cojones negros y morro torcido”, como suele decirse en el argot arrieril. Lo inaudito del caso es que también ella heredó de su madre aquella portentosa cualidad del habla humana, dejándome a mí, una vez más atónito y maravillado al mismo tiempo. Lo curioso fue lo que vino a decir con motivo de su bautizo: “¿Cómo quieres que te llame”? Le pregunté educada y respetuosamente, al tiempo que introducía sus patas en el río. “Molly” –me respondió al momento”. “¡Molly…, con dos eles e “y” griega” al final!” –me rebuznó para que me diera por enterado… Al momento no supe qué hacer, si reírme o echarme a llorar ante semejante cursilada. Pero, pensándolo mejor, me dije a mí mismo todo compungido, “Esta es la consecuencia de mi propia inconsciencia” –recordando que había sido yo precisamente quien la había llevado a un colegio asnal, bilingüe y de pago, todo al mismo tiempo.

A los seis años, ahora desde mi situación de “jubilado,” de trajinar con Molly también de un colegio para otro, sufrí un serio disgusto al descubrir que la burrita, que antes ya me había parido una pollina preciosa, preñada de ahora nuevo y estando de siete meses, sufrió aquel desgraciado percance. El embarazo se complicó de tal manera que, al forzarse ella a causa de sus dolores, arrojó por su natura y al exterior, no sólo el feto del ruchito en ciernes, sino toda su matriz y partes íntimas. Lamentablemente y a instancias del veterinario no tuvimos más remedio que sacrificarla (…).

Libros de Isidro García Cigüenza

¿Me creeréis si os digo que “Mo”, mi actual compañera, (precisamente la pollina de la que hablaba), porta en sus genes la misma habilidad de entender y hacerse entender? ¡Fantástico e increíble al mismo tiempo ¿verdad? ¿Que por qué se llama “Mo”? Muy sencillo, porque: Llamarse Molinera como mi abuela, es muy antiguo –me soltó el día de su bautizo también, toda socarrona. “Molly”, como mi madre, resulta “demodé”; así que he decidido que me voy a llamar simplemente “Mo”. Yo, sabiendo lo relamido y sabihondo de semejante estirpe y reteniendo de nuevo la risa, le respondí: “¡Nada que objetar! ¡Muy acertado, además! ¡Un nombre sincopado y minimalista, como se lleva hoy en día!

Concluida la explicación sobre la saga de mis burritas y habiendo avanzado los principios que animan mi filosofía, sólo me falta retomar el propósito “pedagógico educativo-didáctico” que editorial me ha encargado.

Sin embargo, tampoco quiero entrar en materia todavía. Antes, y siguiendo el ejemplo de aquella saga bandoleril que tanto trajinaron por estas sierras y de la que dejé constancia en uno de mis libros, quiero hacer, antes de entrar en vuestra “partida” y que me toméis por un espía sospechoso, mi propio acto de fe. Un acto con el que ganarme vuestra confianza.

Juro por mi honor, y poniendo por testigo a mi burrita “Mo”, que yo, Isidro G. Cigüenza, “maestro-escuela” (diferenciándome de los maestro-albañil, maestro-cocina y maestro-liendre, tan recurrentes y celebrados en nuestros días), hago constar que la base de mi buen hacer es Aprender y Enseñar Caminando. Mi filosofía: mantener la actitud estoica del “Sólo sé que no sé nada”. Mi principio moral: ser fiel por triplicado: fiel a mí mismo, a la gente a la que sirvo y al entorno donde habito. El proyecto de vida (y acudo una vez más a vuestra credulidad, si es que os queda aún algo de la ingenuidad infantil que portabais dentro) lo he llevado y llevo a cabo auxiliado por las distintas burras que me vienen acompañando y que vienen a resultar el pasaporte que me permite acceder al cuerpo y corazón de las personas con quien trabajo y camino. Mi actitud ante la vida, en fin: poner al servicio del bien común, de forma parecida a como hacen ellas, mi inteligencia, mis pies, espalda, riñones y costillares.

Y ahora, “puesto ya el pie en el estribo” de las dimensiones obligadas del artículo, sólo me queda adelantaros, a la manera del más modélico maestro-arriero, aquello de: “¡Arrieritos somos, y en próximos artículos nos encontraremos!”.

Continuará…

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