En este día de Navidad, si me lo permiten, nos vamos a detener en una tradición entrañable: la fiesta de La Carretá. La tercera y última de las festividades de Cogollos, mi pueblo. Unos eventos identitarios que, tal y como hemos tenido oportunidad de presentar en estas páginas de IDEAL EN CLASE, están certeramente repartidos a lo largo del año, cada cuatro meses exactos: a finales de abril (la Virgen de la Cabeza), de agosto (San Agustín) y, ahora, en diciembre, La Carretá.Una sucesión de fiestas que siguen ligadas al calendario agrícola de mi pequeña aldea; a los oficios y a las labores que ocuparon a sus pobladores a lo largo de los tiempos, en las distintas estaciones del año.
En este caso, y plenamente asociada a la estación del invierno –y a la leña que se obtenía en su monte comunal para aliviar la subsistencia–, encontraremos la celebración antiquísima de La Carretá. La considerada por todos como la fiesta más autóctona y original de Cogollos; la de mayor valor etnográfico. Sin embargo, por celebrarse en unas fechas que se han uniformado más que ningunas otras a nivel planetario –de despedida del año y bienvenida al nuevo, con sus correspondientes cenas, toma de doce uvas y cotillones–, la que ha sobrellevado peor el paso del tiempo y la globalización.
En su esencia, esta ancestral y comunitaria celebración del solsticio invierno y del ritual purificador del fuego, ocupa los dos últimos días del año: 30 y 31 de diciembre. El primero de ellos es el día de la Leña y el segundo, propiamente dicho, el de La Carretá. Días que, seguidamente, pasaré a esbozar, tal y como aún retengo en mi memoria:
Día de la Leña
El día de la Leña se iniciaba bien temprano, antes del amanecer. Desafiando el frío de la mañana, que nos desperezaba del reparador sueño, nos congregábamos en la casa de los mayordomos. Tras el agasajo de un rosco y una copa de anís por parte de nuestros anfitriones, nos encaminábamos animosamente con carros, animales, cuerdas y hachas hasta nuestra sierra más próxima. Una vez allí se iniciaba un frenético trabajo colectivo de corta (en realidad, limpia o poda) y recolección de leña de encina y chaparro. Una jornada en el monte de sudor, de esfuerzo, de camaradería, que continuaba placenteramente después, reponiendo fuerzas: comiendo bacalao, arenques, pan y tocino. Todo ello acompañado de buen vino (en bota, por supuesto). Intervalos que irán acompañados del lanzamiento de esporádicos cohetes que anunciarán el transcurrir de las operaciones a los que permanecían en el pueblo o en sus ocupaciones. Con el final de las tareas de preparación de la leña tocaba el alegre regreso al pueblo, al que le seguiría un desarrollo festivo durante toda la tarde y parte de la noche.
La Carretá
La mañana del día 31 de diciembre se dedicaba a la laboriosa ceremonia de acomodar la leña recolectada en un gran carreta –una carretá, de ahí el nombre de la fiesta–. Una carga del carro que requería la presencia y supervisión de alguno de nuestros mayores; generalmente expertos carreteros, que dirigían el equilibrio necesario que debería guardar la carga para evitar su prematura caída en el largo trayecto a recorrer. Por la tarde, en el momento álgido del festejo, se uncirá una pareja de bueyes (dos vacas de raza pajuna) que, engalanadas con sus frontiles, mantas y campanillas y sabiamente conducidas por su guía, iniciarán su recorrido. Como a mitad del camino se les unirá la presencia del Niño Jesús (adaptación religiosa de un rito de orígenes claramente profanos) que, acompañado de numerosos feligreses saldrá al encuentro del carro. A partir de ese punto, la numerosa comitiva se dirigirá en procesión hacia el centro de la población. Si bien, en su itinerario, faltaba aún por colocar, en lo más alto del voluminoso carro, un pino adornado con naranjas, caramelos y cintas de colores. (Un árbol que, tal como ocurre con el abeto de nuestros hogares, nos emparenta con la espiritualidad y los ritos más legendarios de las culturas del norte de Europa). A su llegada a la plaza principal, antes de proceder a la descarga de la leña, los jóvenes que habrían colocado el pino y que aún se mantenían subidos, lanzarán pequeñas ramas del árbol a la multitud, que las recogerá y conservará como una reliquia simbólica o bendecida.
Por la noche, en las últimas horas del año, se prenderá la gigantesca hoguera (antes, cuando las calles no estaban asfaltadas, su encendido era precedido de numerosos chicos en los distintos barrios. En los que los vecinos compartían bebidas y viandas). Un gran fuego que tardaba horas en consumirse. Mientras, en su entorno, al calor de la lumbre, se congregaban grandes y pequeños, en un ambiente desenfadado y bullicioso en el que, con bailes, música y buena compañía, se despedía el año viejo y se recibía esperanzado al venidero.
Otro de los puntos de encuentro, en esa mágica noche, será la casa de los mayordomos. Allí se habría acondicionado una habitación; el cuarto del Niño. En el que se velaría la imagen del Niño Jesús. Un domicilio que todos los vecinos aprovecharían para visitar en algún momento. No faltarán los villancicos, el buen humor y la alegría. Hasta que, bien avanzada la noche, algunos, bajo los efectos de la bebida, entonen el: “Niño bendito,/ qué guapo eres,/ qué picha más grande,/ “pa” las mujeres”… La alegría y el desenfreno ya estaban asegurados entre todos los concurrentes y garantizado, también, el enfado de las mujeres más ancianas; que, aunque se resistían a duermevela, como un resorte respondían con un sonoro: “gamberros, sinvergüenzas”… Tocaba el momento de retirarse otra vez al baile para calmar el impetuoso despertar de nuestras mayores.
Son estas unas tradiciones que, mantenidas de generación en generación, nos siguen permitiendo conservar nuestras raíces. Unas raíces, de tiempos de escasez y privaciones, para las que la referencia escrita más antigua, que hemos encontrado, se remonta al primer día del año 1890. En ella se nos habla del día de Año Nuevo, con el regreso de la imagen del Niño Jesús a la Iglesia, que ponía fin a nuestra fiesta. No se menciona, para nada, ni la leña, ni el carro –ni el personaje disfrazado que, con su burro y su pellejo de vino, invitaba a todos los asistentes–, aunque sí a los mayordomos responsables del honroso cometido anual.
Para terminar este imaginario colectivo de un pueblo, evocando un tiempo ya pasado –ese que se fue para nunca más volver–, hoy puede ser un buen día para reconocernos en sus rasgos de identidad y en las experiencias vividas y compartidas en Cogollos. Precisamente esas a las que cuando se es joven no se da demasiada importancia; pues, pareciera que gozasen del don de la inagotabilidad. En cambio, ahora, muchos años después, cuando algunos ya sentimos la falta de nuestros padres y seres queridos, también notamos la profunda orfandad que su ausencia dejó en el paisaje cotidiano que antaño compartimos gozosos. Y, quizá con algunas lágrimas en los ojos, comprobamos nuestro craso error y sí su valía, su trascendencia y su fugacidad. Una añoranza que, ante la imposibilidad de la celebración de nuestra fiesta este 2020, a buen seguro, unirá aún más a todo el vecindario, –y a todos los que un día fuimos felices en él–.
¡ Feliz Navidad, felices fiestas de La Carretá para todos y todas, aunque sean de otro modo!
Leer otros artículos de
Maestro del CEIP Reina Fabiola (Motril).
Autor de los libros ‘Cogollos y la Obra Pía del marqués de Villena.
Desde la Conquista castellana hasta el final del Antiguo Régimen‘
y ‘Entre la Sierra y el Llano. Cogollos a lo largo del siglo XX‘
Comentarios
4 respuestas a «Jesús Fernández Osorio: «La Carretá: la fiesta más autóctona de Cogollos de Guadix»»
Genial, como siempre, don Jesús. Si me permite un comentario…, le diré que, siendo yo de un «país» situado a mil kilómetros del suyo, su relato me ha hecho viajar hasta allí y rememorar también, junto a la suya, otras fiestas que se están (¿irremediablemente?) perdiendo.
Y le añadiré que, siendo director del colegio donde he ejercido durante cuarenta años ininterrumpidamente, se me acercaron a mi despacho un grupo de niños de Primero de Primaria, alarmados por haber escuchado que yo no era partidario de celebrar en el «cole» la fiesta de Walloween, y sí otra más antigua, bella, simbólica y «nuestra», a propósito del día de los difuntos.
Alarmados, como le digo, se vinieron a mí y, ante mi justificación de que era una fiesta extranjera, sin interés ni antigüedad ninguna, uno de los más atrevidos, levantó su vocecita y me dijo, firme y resuelto:
-Isidro, pues fíjese si será antigua que, desde que «me conozco», aquí siempre la hemos celebrado….
¡Señoras maestras y maestros (venidos, año tras año, todos de fuera) ¿qué estamos haciendo con nuestras tradiciones y maneras?
Un abrazo D. Jesús.
Totalmente de acuerdo con Isidro. La escuela tiene mucha culpa de la invasión a veces sin sentido de celebraciones como Halloween. No creo que sea tan difícil entender que cuando se estudia otra lengua, se aprende otra cultura y, por tanto, tiene sentido conocer sus fiestas, gastronomía, etc. Fuera de ese aprendizaje los maestros deben familiarizar al alumno con su entorno y ahí tiene todo el sentido las investigaciones para saber cómo se divertían sus antepasados, qué cantaban, qué ritos celebraban y por qué,…. en fin aquello que le es identitario. Como he comentado en las redes me gustan este tipo de artículos pues un pueblo existirá mientras sea capaz de preservar sus fiestas. (Una manera más de luchar contra la despoblación de nuestros pueblos. A todo el mundo le gusta regresar a los paisajes de su infancia y revivir las fiestas de otros tiempos).
Muchas gracias, Antonio. Estoy de acuerdo en que nuestras señas de identidad pueden ayudar a luchar contra la despoblación rural. Además, como muy bien dices, como raíces que son de nuestra tierra, de nuestra «patria chica», tenemos la obligación de protegerlas y mantenerlas (adaptadas a los tiempos que vivimos) y el enorme potencial afectivo que desprenden y que nos une a nuestros mayores.
Estimado amigo, Isidro. Muchas gracias por su comentario. Es verdad que la televisión y los medios de comunicación han propiciado la globalización de algunas fiestas que son ajenas a nuestra cultura. Debemos reafirmarnos en recuperar y enseñar la forma en que vivieron (sufrieron) y se divirtieron nuestros antepasados. Muy interesante la anécdota con sus alumnos… Un abrazo y muy feliz Navidad.