Actualmente no somos ingenuos, las reformas educativas, a veces inevitables (como la actual LOMLOE), no consiguen por sí mismas cambiar la realidad, sino se reestructuran otros elementos. Nuestro objetivo prioritario bien pudiera ser, en la Agenda 20-30 de Desarrollo Sostenible, el ODS-4, que dice: «Garantizar una educación inclusiva, equitativa y de calidad y promover oportunidades de aprendizaje durante toda la vida para todos».
Hoy sabemos que, “para todos, en todos los lugares”, no es posible conseguirlo solo con prescribir un nuevo currículum, aunque sea necesario. Las reformas estructurales externas –y el caso español es un ejemplo con la sucesión de ellas– son insuficientes para cambiar la realidad si, paralelamente, no se alteran otros elementos. En un buen texto la UNESCO señala que es preciso activar políticamente las palancas (infrautilizadas) existentes para el cambio, en otra “gobernanza” (horizontal) de la educación, en la que cada centro escolar se convierta en el núcleo y unidad central de mejora. Eso requiere, entre otros, una autonomía y articulación por los equipos directivos, unido a un seguimiento y evaluación de la mejora. La autonomía para tomar decisiones propias se subordina, pues, a la mejora de los aprendizajes. Supone, por eso, transformar la mirada: en lugar de esperar soluciones uniformadas para contextos tan complejos y diversos, como hemos hecho desde la modernidad; lograr una educación inclusiva, exige unos modos de desarrollo curricular que lo hagan flexible en centros y aulas, en una personalización de los aprendizajes. Estas decisiones, para que sean acertadas, precisan de los apoyos oportunos (asesores, inspección) y que los que ejercen tareas directivas cuenten con los conocimientos profesionales adecuados.
Sin embargo, en las múltiples y sucesivas reformas se ha dejado intocada la organización escolar, las reglas básicas (se le ha llamado, por eso, “gramática”) que gobiernan la escuela. Algunas de ellas (aula, asignatura, profesor) han comenzado a cuestionarse con el confinamiento y la pandemia, pero la vuelta a la “nueva normalidad”, bien pudiera entenderse como restablecerlas. Mientras tanto, para ir en camino de conseguir el ODS-4, hay medidas de largo alcance, ya demandadas, que quedan silenciadas: extender la escolaridad obligatoria hasta los 18, lo que obligaría a redimensionar la ESO y el Bachillerato (ahora mismo convertido en un “COU extendido a dos cursos”), la supresión del título de ESO (como ha sugerido el Consejo Escolar del Estado), impedir la repetición por vías alternativas, etc. Ya, pero estas reformas de mayor calado requieren un consenso político y social, con el que no contamos. Conscientemente, se han tenido que eludir los aspectos más conflictivos, al carecer de fuerza política para establecerlos.
Hemos “retocado” en las distintas leyes la composición de la Comisión, pero en ninguna hemos alterado estructuralmente las condiciones de su ejercicio.
Desde luego, frente a la LOMCE, era preciso devolver a los Consejos Escolares su papel en los órganos de gobierno de los centros. Pero la cuestión principal, como a veces se ha creído, no es quién y cómo se elige a la dirección (composición de la Comisión), sino en qué condiciones y contexto se sitúa su ejercicio (competencias, capacidad de liderazgo pedagógico, autonomía, etc.) para mover a cada centro escolar a responder con la mejora posible en su contexto. Modificar los porcentajes de cada Sector en las Comisiones de Selección de la dirección de centros no es solución suficiente, si –al tiempo– no se altera el lugar de la estructura en que se inscribe su ejercicio. Hemos “retocado” en las distintas leyes la composición de la Comisión, pero en ninguna hemos alterado estructuralmente las condiciones de su ejercicio. Por eso, los problemas perviven y, con excepciones, la falta de los mejores para candidatos, también. Sin duda, frente a la LOMCE, es necesario, aparenta un cambio, pero los lugares permanecen intocados.
También la LOMLOE se queda corta en carrera docente (“ad calendas graecas”: enviar una propuesta en el plazo de un año) y, particularmente, en la profesionalización del ejercicio de las tareas y funciones directivas, como con acierto señala el actual presidente de Federación de Asociaciones de Directivos Escolares (FEDADI). No hay avances significativos en el papel y lugar que deba tener la dirección escolar, con capacidad de liderazgo pedagógico. Igualmente, la respectiva Federación de Directivos de Infantil y Primaria (FEDEIP) se lamentaba de que hubiese perdido la oportunidad de establecer un perfil profesional y su integración en la carrera docente, para garantizar la máxima calidad en la gestión de los centros públicos. Todo esto, como las propias Asociaciones de Directivos defiende nada tiene que ver con la funcionarización (incompatible con el liderazgo), sino con la profesionalidad. La capacidad de los centros educativos para tomar decisiones clave de tipo pedagógico o de gestión requiere de direcciones con profesionalidad para tomarlas, al tiempo que, como educación pública, tengan que responder de los avances conseguidos.
Una escuela inclusiva debe pretender que todos los ciudadanos (y particularmente aquellos que están en situación de desventaja social, cultural, económica, familiar, escolar o personal) alcancen determinadas capacidades y contenidos que configuran el núcleo cultural básico
Una escuela inclusiva debe pretender que todos los ciudadanos (y particularmente aquellos que están en situación de desventaja social, cultural, económica, familiar, escolar o personal) alcancen determinadas capacidades y contenidos que configuran el núcleo cultural básico, lo que ahora preferimos llamar “perfil de salida” educativa de la ciudadanía. Pero este aspecto se enfrenta, como suele decirse habitualmente, con diversidad de alumnos (pertenecientes a distintos grupos culturales y socioeconómicos, si ya no queremos decir “clases sociales”) y –además – con diferencias específicas (discapacidades o necesidades educativas especiales). El reto de evitar, compensar, o no incrementar las desventajas socioculturales o individuales, alcanza entonces todo su carácter problemático. Si la escuela no puede, por sí sola, compensar tales desigualdades o diferencias, al menos puede contribuir a contrarrestar los procesos de exclusión social y cultural. Para esto, es para lo que precisamos otro modo de “gobernanza”. Portugal lo ha intentado y los avances son más que significativos.
N.B. Este artículo ha sido publicado en “Escuela”, 16/02/2021
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Catedrático de Didáctica y Organización Escolar
Universidad de Granada