En estos días pasados en los que tanto se ha hablado del Canal de Suez, a raíz de la situación creada por un gran buque portacontenedores que quedó encallado en él casi una semana, me he acordado de que la primera vez que tuve conocimiento de su existencia, aunque sin saber para nada de la importancia que siempre ha tenido para el comercio mundial, fue gracias a Los cigarros del faraón, cuarta de las aventuras de Tintín, que antes de los diez años leía una y otra vez hasta casi aprendérmelas de memoria.
Por eso, incluso después de tanto tiempo, me ha venido a la cabeza repetidamente la figura del célebre reportero de mi niñez diciéndole a su inseparable Milú que estaban llegando a Port Said y que luego atravesarían el Canal de Suez. Es lo que tienen los tebeos de la infancia: no solo te enseñan, sino que, además, estimulan la curiosidad sobre determinados temas para el resto de tu vida. Porque a mí este canal, pese a no conocerlo (o quizás por ello), siempre me ha intrigado.
Años después, ya ligado a mis estudios de universidad, pude comprender su aportación al transporte internacional: hasta su apertura navegar desde Europa hasta Asía requería hacerlo por la ruta africana, es decir, rodear en su totalidad el gran continente entre los océanos Atlántico e Índico, como hiciera por primera vez el portugués Vasco de Gama en los mismos años en los que Colón llegaba, sin saberlo, al Nuevo Mundo. Sin embargo, desde 1869, cuando el canal fue inaugurado, se puede llegar al Mar Rojo y al Índico, desde el Mediterráneo, sin necesidad de ese larguísimo rodeo. Cabría decir que al Mare Nostrum se le abrió una nueva puerta, trasera, que acercaba muy considerablemente las tierras asiáticas al Viejo Continente, donde estaban las poderosas potencias que iniciaban la colonización de aquellos lejanos lugares para beneficio de su propia economía a costa de la de ellos. Y también supe, aunque esto fuera meramente anecdótico, que en la inauguración del anhelado canal jugó un papel muy destacado una granadina ilustre.
Porque esta gran obra de ingeniería en el istmo de Suez (Egipto) fue un empeño del diplomático francés Ferdinand de Lesseps, quien logró el permiso y la cesión del terreno del virrey egipcio, vasallo del sultán otomano, y creó una compañía internacional para lograr la financiación necesaria mediante la venta de acciones. En 1859 empezó su construcción, con mano de obra forzosa proporcionada por el virrey, que era también uno de los accionistas de la compañía. Pero pronto tuvo que interrumpirse ante el escándalo por el tipo de trabajadores que la llevaban a cabo, muchos de los cuales, además, murieron por las durísimas condiciones en las que realizaban su labor, sobre todo de calor. Finalmente fue reanudada, con unos términos laborales aceptables para la época y una tecnología moderna, gracias a la implicación del entonces emperador de Francia, Napoleón III, por lo que ¡increíblemente! el canal pudo inaugurarse solo diez años después de poner la primera piedra.
Durante varios días cabezas coronadas de distintos países lo recorrieron en lujosas embarcaciones. El príncipe de Gales, príncipes de Prusia y Holanda, el emperador Francisco José I de Austria y la emperatriz de Francia, además del virrey egipcio Mohamed Said, participaron en los fastos pagados por este último, que pronto se vería arruinado. Incluso, Verdi, el gran compositor italiano, había iniciado para la ocasión su ópera Aída, pero no llegó a estar terminada a tiempo.
El caso es que la emperatriz de Francia, por ser la esposa de Napoleón III, era Eugenia de Guzmán y Portocarrero (más conocida como Eugenia de Montijo), que había nacido en 1826 en una mansión de la calle Gracia, en Granada, frente a la iglesia de La Magdalena, y era hija del duque de Peñaranda, conde de Montijo y Teba y Grande de España, además de un afrancesado durante la Guerra de la Independencia, masón y liberal.
La pareja se había conocido en París siendo él aún presidente de la II República Francesa y la boda se celebró en 1853, cuando ya se había proclamado emperador —igual que cinco décadas antes había hecho su tío, Napoleón I—. Desde entonces, la joven emperatriz tuvo una presencia destacada en la vida política y social de su nuevo país, por lo que ese año 1869 realizó un viaje de estado a Estambul y a continuación asistió en Egipto a la inauguración del canal, en la que tuvo un claro protagonismo dada la importancia de Francia en el proyecto.
Sin embargo, eran tiempos agitados para la realeza. En 1868 había sido expulsada del trono Isabel II de España, aunque la constitución aprobada después mantenía como forma de estado la monarquía y la búsqueda de un nuevo rey, católico y demócrata, fructificaría temporalmente a finales de 1870 con la llegada de Amadeo I desde Italia.
En Francia Eugenia no lo tuvo más fácil. Ese mismo año 70 Napoleón III era derrotado en Sedán por los prusianos del canciller Bismarck y hecho prisionero, lo que supuso el fin del II Imperio y la proclamación de la III República. Pronto liberado, el ex-emperador y su familia tuvieron que abandonar el país y exiliarse en Londres, pero mientras que él murió solo dos años después de la derrota, la ex-emperatriz vivió aún medio siglo entre Inglaterra, Francia y España. Tras su fallecimiento en Madrid, el 11 de julio de 1920, sus restos fueron trasladados a la cripta imperial de la abadía de Saint Michael en Farnborough (Inglaterra), donde se encontraban los de su esposo y su hijo.
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Profesor de Historia en el IES Padre Manjón
y autor del libro ‘Un maestro en la República’ (Ed. Almizate)