Playa de La Herradura, un domingo de finales de mayo. Tras acoplarme bajo la sombrilla, oigo a una abuela presumir de sus nietos ante un conocido. Según le dice, hablan español, inglés y alemán. Ese mismo día, unas horas después, asisto (como cotilla) a la conversación que un padre mantiene con sus hijos. Junto a ellos está la señora de la mañana. Él les habla en español y ellos siempre le contestan en alemán. Al girar la cabeza veo a la novia de mi hijo, de Hildesheim, ya quemada su espalda por el sol, y no puedo evitar pensar que quizás en unos años sea yo el que presuma de lo mismo.
En unos minutos, cansado ya de imaginar el futuro, entro en Facebook y me salta la página en la que se anuncia en Granada el espectáculo InGoya. Empieza a sonar la música del trailer, tan bien elegida que no dejo de tararearla para mí el resto de la tarde. Gracias a la aplicación Shazam descubro, esa noche, que se trata de un fragmento de la Sinfonía nº 7 de Beethoven y me digo que no podía ser de nadie más, porque fueron dos genios que compartieron muchas cosas, aunque el pintor naciera en un pueblo de Zaragoza y el músico en Bonn.
A todos estos pensamientos se une el recuerdo de mis viajes a Saarbrücken, en el pequeño land del Sarre, y de todo lo conocido y vivido en ellos. Porque debido a su situación fronteriza no solo conseguí recorrer otros muchos lugares de Alemania, sino también estados como Luxemburgo y ciudades francesas como Metz, Nancy y Estrasburgo.
En esta última, donde he estado en seis ocasiones, siempre he disfrutado sus calles tradicionales, bordeando increíbles canales y cerradas por antiquísimas casas. También su catedral, de las mejores de todo el Gótico. Pero si algo recuerdo con especial orgullo es el Parlamento Europeo, instalado en el moderno edificio Louise Weiss, que lleva este nombre en memoria de la que fuera, en los años veinte del pasado siglo, política, feminista y activista francesa.
Nada más entrar al inmenso hemiciclo, en el que pueden llegar a reunirse 705 parlamentarios de los 27 estados que conforman hoy la Unión, se siente una satisfacción especial. Pero incluso, una vez, pudimos asistir a un pleno, porque la Eurocámara es un espacio abierto a todos sus ciudadanos. En aquella ocasión el tema que se discutía era el del comercio de los productos del cerdo y gracias al excelente sistema de traducción pudimos entender todas las intervenciones, de un minuto cada una, que hicieron numerosos diputados de distintos países. Pese a lo vulgar del tema, atendimos con interés a aquel debate multilingüístico en el que España era citada por todos debido a su gran potencial porcino.
No obstante, una experiencia que viví con emoción, posiblemente en mi primera visita al parlamento, fue cuando en un momento del recorrido llegamos a la puerta principal, la que traspasan sólo los jefes de estado. Durante unos instantes no podía dar crédito a lo que veía y leía, porque allí, de manera muy nítida, estaba escrito en la pared el nombre de nuestra heroína local, Mariana de Pineda, ejecutada en 1831 —cuando llegaba a su fin el absolutista reinado de Fernando VII— por su defensa de la libertad.
Y es que, desde el 2003, es el nombre que tiene esa entrada al Parlamento Europeo, el de la granadina más ejemplar, que simboliza, de esta manera, a todos los que, franceses o españoles, alemanes, italianos, belgas, checos u holandeses,… han luchado durante varios siglos por lo mismo que ella. ¿Se imaginan lo que pude sentir en esa ocasión?
Está claro que España siempre ha sido Europa, pero durante muchos años nos distanciamos de sus mejores proyectos: el de la democratización de sus sociedades y el de la aproximación de sus pueblos. Vivimos alejados porque “España es diferente”, aunque llegó un momento en que, en realidad, lo único que era diferente a los restantes países del entorno era nuestra vergonzosa dictadura.
El 12 de junio de 1985, hace treinta y seis años exactos, se ató el nudo que nos unió hasta hoy, para bien y para mal, a nuestros vecinos del Viejo Continente: ese día se firmó en el Palacio Real de Madrid el Tratado de Adhesión de España a la Comunidad Económica Europea, como entonces se llamaba la UE. Quedaban atrás unas duras negociaciones, iniciadas por el gobierno de Adolfo Suárez en 1977 y lideradas al final por nuestro ministro socialista de Exteriores, Fernando Morán. Y serían Morán y el presidente Felipe González los que estamparan sus firmas en el documento de adhesión. Unos meses después, el 1 de enero de 1986, entrábamos como socios de un privilegiado club en el que, con Portugal y España, estaban entonces solo otros diez países europeos.
Luego fue llegando lo demás: el Tratado de Maastricht, que transformó la CEE en la Unión Europea, la ampliación a los países del Este hasta llegar a ser los que somos, las becas Erasmus, el euro, el Brexit, las vacunas,… Y en todo ese devenir se coló otra granadina (de adopción), la profesora de Literatura María Izquierdo Rojo, europarlamentaria española durante tres legislaturas y que, cuando se hizo el edificio del que hemos hablado, luchó por conseguir que el nombre de su compatriota, tan loada por Federico García Lorca, figurara en una posición de honor en la sede de la democracia europea. A ella debemos que esté Mariana Pineda en Estrasburgo.
Ver artículos anteriores de
Profesor de Historia en el IES Padre Manjón
y autor del libro ‘Un maestro en la República’ (Ed. Almizate)